El beso de la Esfinge: la poética de lo sublime en La amada inmóvil de Amado Nervo y en los Nocturnos de José Asunción Silva

Para mi maestro, Esteban Tollinchi

“Amor, como si un día
te murieras
y yo cavara
y yo cavara
noche y día
en tu sepulcro
y te recompusieras,
levantaras tus senos desde el polvo,
la boca que adoré, de sus cenizas,
construyera de nuevo
tus brazos y tus piernas y tus ojos,
tu cabellera de metal torcido,
y te diera la vida
con el amor que te ama...”

Regresó la sirena in Las uvas y el viento de Pablo Neruda

La encrucijada entre el romanticismo y el modernismo hispanoamericanos podría vincularse con la poética de lo sublime romántica[1] que arranca, en buena medida, de los preceptos que expuso el irlandés Edmund Burke (1729-1797) en 1756 en Indagaciones filosóficas sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello y que continuó en Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime (1764) de Emmanuel Kant. A partir de la traducción del Tratado sobre lo Sublime de Pseudo-Longino que hizo Nicolás Boileau en 1674, el estilo de lo sublime comenzó a convertirse en objeto de la revaloración de la belleza, precisamente oponiéndose a ella, que caracterizó cierta parte de la estética del siglo XVIII. Si Boileau destaca la importancia del estilo sublime, [...] el impulso del alma inspirada hacia lo alto[2], hipsos, es Burke quien introduce una modulación novedosa que contrasta con la noción que había acaparado la estética anterior de lo bello, estudiando sus fundamentos psicológicos y rechazando la idea de que sea producto de reglas teoréticas. Las aspiraciones hacia lo gótico, que atraviesan parte del romanticismo y del modernismo, son precisamente las que Burke señala como características de la oposición a la estética clasicista. Para los clasicistas franceses, lo bello, es decir, el arte, debe presentar lo verdadero; pero esa verdad implica una eliminación de la sensibilidad y, a su vez, el privilegio de la razón:

La esfera de la sensibilidad es inferior por ser la esfera de lo inestable, del cambio, de lo movedizo y del instinto: en ella no son posibles la lógica, la moral ni la religión. Por el contrario, la esfera superior del entendimiento y de la razón es la de lo general, de lo estable, de lo universal y de lo masivo; o en palabras más breves: de la regla y de la ley.[3]

René Descartes (1596-1650) es el primer teórico del clasicismo, creador del racionalismo en Francia y en Europa.[4] Sus postulados acerca de la razón como principal y único instrumento en la imitación de la verdad (arte), se anexan a la idea de que lo verdadero es todo aquello que se presenta al entendimiento sin el mínimo atisbo de duda:

No aceptar nunca como verdadero lo que con toda evidencia no reconocieses como tal, vale decir, que evitaría cuidadosamente la precipitación y los prejuicios, no dando cabida en mis juicios sino a aquello que se presente a mi espíritu en forma tan clara y distinta que no sea admisible la más mínima duda.[5]

Al rivalizar con la estética clasicista, que se amparaba en la armonía razonada de la naturaleza, tal como la pretendía Winckelmann en Alemania, la estética posterior pretende representar una nueva naturaleza que se modula sobre la base de las impresiones, por lo cual se privilegia el empirismo sobre el racionalismo. La crítica al innatismo de Descartes que desarrolló John Locke (1684-1753) al plantear la procedencia de las ideas a través de los sentidos, dio paso a la revolución del ser como productor y organizador de su mundo mediante sus percepciones: las mínimas entidades de conocimiento. Si para Descartes lo bello es lo verdadero que se revela distinto y claro en las ideas innatas; para Locke las manifestaciones del espíritu se reducen a sensaciones:

Supongamos que la mente es, como nosotros decimos, un papel en blanco, vacío de caracteres, sin ideas. ¿Cómo se llena? ¿De dónde procede el vasto acopio que la ilimitada y activa imaginación del hombre ha grabado en ella con una variedad casi infinita? A esto respondo con una palabra: de la experiencia. En ella está fundado todo nuestro conocimiento, y de ella se deriva todo en último término. Nuestra observación, ocupándose ya sobre objetos sensibles externos, o ya sobre las operaciones internas de nuestras mentes, percibidas y reflejadas por nosotros mismos, es la que abastece a nuestro entendimiento con todos los materiales del pensar.[6]

Existe pues, una inclinación racionalista hacia el conocimiento claro y distinto que se ampara en la captación subjetiva de lo bello, por lo cual el conocimiento de la realidad es impresión: El placer estético se origina en las sensaciones y en la asociación de esas sensaciones con sentimientos agradables.[7] O bien, como afirma Denis Diderot (1713-1784), las sensaciones son las percepciones que se suscitan en el alma ante la presencia de objetos exteriores, capaces de provocar el sentimiento de lo bello.[8] Desde la Poética de Boileau hasta Diderot, se define lo bello (y las sensaciones) en función de la razón y de lo razonable, de lo verosímil. Sin embargo, en la obra del Abate du Bos (1679-1742) (Reflexiones críticas sobre la poesía y sobre la pintura, 1770) se comienza a introducir un elemento sumamente importante, que minará al racionalismo: el sentimiento, haciéndose precursor de la estética psicológica[9], sobre todo de los románticos-clasicistas, entre los que cabe destacar a Friedrich Schiller y su tratado Acerca de poesía ingenua y sentimental.

En el caso de Burke, las impresiones son terroríficas y ominosas. Esas percepciones son una visión grotesca de la alegría y de la belleza como las pretendía el clasicismo, o bien su contrario, de tal manera que lo sublime aparece como un “mundo distanciado”[10] que surge de las propuestas empiristas acerca del origen del conocimiento humano y de sus pugnas con el racionalismo:

De hecho, lo sublime no toma en consideración la exigencia estética de la proporcionalidad: es precisamente ese «estar fuera» de toda proporción, lo que permite que el individuo revele su libertad (también social) y se vea confinado solamente a sí mismo [...].[11]

La desproporción y la tendencia a la ausencia de armonía privilegian lo grotesco en la estética de lo sublime, y, de hecho, forman parte de las reglas de lo gótico. Sin embargo, la búsqueda de la libertad respecto de los dogmas de la Iglesia o del Estado que Kant había señalado en su famoso opúsculo ¿Qué es la Ilustración? (1784)[12] se relaciona, ahora, con el mal[13] como una forma más de liberación. Y muy cerca de esto se encuentra el gótico como lo definía John Ruskin en The Nature of Gothic, para quien dos de las seis características del gótico son, precisamente, lo salvaje y lo grotesco.[14]

Por otro lado, en la estética de lo sublime se expone una nueva forma de enfrentarse con los límites y con lo inconmensurable, de lo cual podríamos derivar una poética del infinito: Lo infinito impone, en efecto, una sensación sublime porque llena el ánimo de un horror delicioso: el deleite se acrecienta, por tanto, cuanto más pánico es suscitado en el intelecto, actuando también de modo directo sobre la sensibilidad.[15] Esto lleva a Burke a relacionar lo sublime con lo oscuro y con lo negativo como metáforas de lo irracional y de la incertidumbre, acercándose a los textos más significativos de los inicios del gótico literario, Night Thoughts (1742-45) de Edward Young (1683-1765), a las elegías fúnebres y a la Escuela de los cementerios inglesa.

A pesar de que el texto de Burke no es la primera definición acerca de lo sublime[16], resulta importante, porque influyó sobre las transformaciones de la filosofía del siglo XVIII[17], sobre todo, en el ensayo de Kant acerca de lo sublime y en la poética que expuso el estadounidense Edgar Allan Poe (1809-1849) en La filosofía de la composición. Al analizar las influencias del romanticismo en el modernismo hispanoamericano, ángel Luis Morales señala que la figura más importante en este sentido es Poe, sobre todo por la relación directa que mantuvieron con él los poetas simbolistas franceses y los poetas ingleses prerrafaelistas. De la misma manera se extendió esa influencia a la literatura española[18] e hispanoamericana.[19] Igual opinión a la de Morales poseen Concha Meléndez y Fernando Charry. Afirma Meléndez: Bécquer y Poe, siguen siendo a mi ver, los reguladores de esta trayectoria lírica[20]; y Charry señala que Silva debió conocer La filosofía de la composición que tradujo Baudelaire.[21]

Siguiendo el estudio de John E. Englekirk (Edgar Allan Poe in Hispanic Literature, 1934), Morales desglosa los tópicos más importantes de la poesía de Poe que heredaron los poetas modernistas. Entre ellos se destacan los elementos góticos, las atmósferas nocturnas, el gusto por lo misterioso, espeluznante y extraño, y la muerte de la mujer amada (pálida y etérea)[22], que Poe señalaba en el ensayo aludido como el tema más poético. Sin embargo, esta tendencia hacia lo macabro, lo grotesco y, sobre todo, hacia una poesía de carácter agónico que tiende a la destrucción personal se asemeja a la poética de lo sublime de Burke[23], como señala Pablo Carrascosa:

[...] resultaría erróneo leer a Bécquer ignorando el peso del conocimiento intuitivo con que Vico se anticipó a las poéticas plenamente románticas; o las bases irracionalistas que fundamentaron buena parte de la poesía alemana de los principios del siglo XIX a partir de Rousseau y Burke [...].[24]

Las elegías[25] que son objeto de este análisis, La amada inmóvil del poeta mexicano Amado (Ruiz de) Nervo (1870-1919) y los famosos Nocturnos de José Asunción Silva (1865-1896), podrían leerse como modulaciones de la poética de lo sublime.[26] En ellos, el yo lírico evoca, bajo matices góticos, las características que Burke había definido en su ensayo filosófico. Lo terrible, lo doloroso y lo siniestro son, precisamente en ambos poetas, la fuente de la belleza, de la poesía. La muerte de la mujer amada, ya sea Elvira o Ana Cecilia Luisa Dailliez[27], la Damiana de los primeros versos de Nervo, como sucedió también con la amada de Friedrich von Hardenberg (Novalis), Sophie von Kuhn, o con la Anabel Lee de Poe, quizá su madrastra[28], inspira estos textos poéticos. En el caso de Silva, ha señalado Betty Tyree Osiek: Nevertheless, it reflects the prolonged Romantic tradition in which death was an important theme[29], a pesar de que rechaza la coherencia de un sistema filosófico en la obra del vate colombiano.[30]

En una nota al poema “Eso me basta”, del poemario aludido, Nervo señala la tradición en la cual se inserta su poética. Desea unirse a los grandes amantes que lloraron en sus rimas la muerte de la mujer amada:

Muchos grandes amantes lloraron antes que yo en rimas eternas, Alighieri a Beatriz; Petrarca a Laura; Miguel ángel a Victoria Colonna. Muchos hermanos míos por la estatura, también: Espronceda a Teresa; Isaacs a María; Silva a su hermana; Balart a Dolores; Villaespesa... y una peregrinación de dolientes seguirá a la nuestra: pastoreados todos por nuestra reina la Muerte.[31]

A pesar de la ausencia en la lista anterior, es notorio que Poe y Novalis deberían haber estado incluidos, sobre todo el autor de El cuervo, quien define precisamente en La filosofía de la composición los elementos básicos de la elegía, de la forma en que la trabajan, tanto Silva como Nervo. Además, como puede verse en el prólogo a La amada inmóvil que escribió Nervo, la influencia de Poe es evidente, como puede notarse en este fragmento: Y durante esas horas, en que a cada inyección sucedía una resurrección momentánea, como aquellas del horrible cuento de Poe [...].[32] También está constatada la lectura que de Novalis hiciera Nervo: A través del francés de Maeterlinck, leyó y estudió a Federico de Hardenberg, Novalis, el hondísimo inquisidor del misterio, que tan vital influencia ejerció sobre su obra de los últimos años.[33]

Para el cantor de Anabel Lee, la poesía debe estar tensada por la belleza que eleve al alma hacia lo sublime a través de la mezcla de la mujer amada, muerta, y de la melancolía: Luego, la muerte de una mujer hermosa es, sin disputa de ninguna clase, el tema más poético del mundo; y queda igualmente fuera de duda que la boca más apta para desarrollar el tema es precisamente la del amante privado de su tesoro.[34] Es evidente que junto con esta poética, nuestros elegíacos desarrollan a sus amadas muy cercanos a la amada en La novia de Corinto de Johan Wolfgang von Goethe (1749-1832).[35] La amada retorna para unirse nuevamente, ya sea como fantasma, ya sea en estado de descomposición. En el caso del Nocturno III o Una noche, el final del poema resalta la unión de la sombra amada con la sombra del yo lírico que ha estado evocando la segunda noche: la noche de la enunciación poética (Esta noche... en relación con Una noche...), como el momento de la aparición fantasmal que lo acerca a lo sublime. No obstante, todavía no se ha planteado el advenimiento de la mujer desde el más allá en cuerpo y alma, como sucede en el caso del poema macabro de Goethe y como se evidencia en este exquisito poema en prosa, La bella del bosque durmiente de La amada inmóvil de Nervo, el libro que escribiera a raíz de la muerte de Ana Cecilia en 1912 y que se publicó en 1920:[36]

Tu amada muerta es como una princesa que duerme. Su alma, en total olvido de sí misma, flota en la noche. Mas si tú persistes en quererla, un día esta persistencia de tu amor la recordará. Su espíritu tornará a la conciencia de su ser, y sentirás en lo íntimo de tu cerebro el suave latido de su despertar y el influjo inconfundible de su vieja ternura que vuelve... Comprenderás entonces, merced a estos signos misteriosos, que una vez más el amor ha vencido a la muerte.[37]

También, puede evidenciarse en el poema “La cita”, en el cual la conversación delata una voz lírica consciente de la enfermedad agónica de su interlocutor, obsesionado con la cita que constata el motivo de la novia de Corinto:

¿Has escuchado?
Tocan la puerta...
--La fiebre te hace
desvariar.
--Estoy citado
con una muerta,
y un día de éstos ha de llamar...
Llevarme pronto me ha prometido;
a su promesa no ha de faltar...
Tocan la puerta. Qué, ¿no has oído?
--La fiebre te hace desvariar.[38]

El motivo reiterado, evidentemente romántico, está vinculado con el gótico y coincide con lo sublime como lo expone Burke:

Todo lo que resulta adecuado para excitar las ideas de dolor y peligro; es decir, todo lo que es de algún modo terrible, o se relaciona con objetos terribles, o actúa de manera análoga al terror, es una fuente de lo sublime; esto es, produce la emoción más fuerte que la mente es capaz de sentir.[39]

Esa emoción, según Burke, se define en la oposición placer / pesar. Al haber perdido a los seres amados, en las elegías de Nervo y de Silva, se privilegia el pesar como una forma de perfeccionamiento (poético) que los hace participar de lo sublime. La evocación del pasado se proyecta a un futuro que el discurso poético se encarga de extralimitar hacia la eternidad. Las voces líricas se sumen y se suman a la nostalgia y, así, transforman el pesar en un placer mayor, como señala Burke al referirse a lo sublime: En el pesar, el placer todavía es más elevado; y la aflicción que padecemos no tiene nada que ver con el placer absoluto, que siempre es odioso y que procuramos eliminar lo antes posible.[40] Se privilegian, pues, la tristeza, la enfermedad, el dolor y la muerte, en contraposición a la vida, la salud y la alegría. Esto es evidentemente lo que se proponía en las poéticas del gótico. Existe una tendencia al detritus y a la desintegración, a la pérdida; y eso es lo que se celebra en las elegías que nos ocupan. Como señala Burke, [...] si escucháis las quejas de un amante abandonado, observaréis que insiste en su mayor parte sobre los placeres de que gozó o esperaba gozar, y sobre la perfección del objeto de sus deseos; lo que ocupa el primer lugar en sus pensamientos es la pérdida.[41]

Evidentemente, las elegías que se han seleccionado, como toda elegía clásica, coinciden en el motivo de las pérdidas y continúan con la poética poeana. En el caso de Silva, es obvio que los tres nocturnos[42] presentan una gran pérdida que produce el vacío en el cual la poesía se desarrolla como deseo de resurrección o de recuperación; sin embargo, sólo el Nocturno III es una elegía por la muerte de Elvira en 1891. Crisálidas es otra elegía, esta vez por la muerte de otra de las hermanas de Silva, llamada Inés[43], muerta en la niñez. A veces cuando en alta noche es una especie de celebración del eros, aunque premonitoria de lo trágico. El espacio de la casa en ese momento está en función de resaltar la finitud que se opone a la imaginación, creadora del espacio gótico que la poesía instala en un lugar apartado y elevado.[44] La música del piano que produce la mujer amada instaura el poder de la poesía. La sonoridad traslada la mente romántica hacia el castillo gótico, símbolo de la eternidad y de la permanencia frente al paso del tiempo. Allí, en el espacio poético, los amantes observan el crepúsculo, la muerte del día, y, al mirarse, expresan su felicidad, que contrasta con el espacio exterior del llanto. Esa carencia es, a su vez, expresión de una nostalgia mayor que la musicalidad de estos poemas resalta en relación con la metafísica: La angustia intelectual, el pesimismo, la «noia», el dolor cósmico, el mal como herencia de los mortales y otros temas semejantes [...] pasan sobre el lírico colombiano como una carga decisiva y fatal.[45] En este sentido, tiene razón Guillermo Valencia (con pseudónimo Juan Lanas) cuando afirma, al refutar el famoso prólogo de Miguel de Unamuno a la primera edición de las obras de Silva, que publica Hernando Martínez en 1908 con la editorial Aguilar[46], que en Silva la actividad cósmica se resume en dos palabras: amor y muerte.[47]

En el caso de La amada inmóvil de Nervo, también se destaca la forma de referir el cuerpo (como un castillo) en la poética gótica, y la pérdida de la mujer amada da paso a la presencia de una preocupación cósmica y metafísica, una búsqueda del misterio de la vida en conjunción con la muerte:

¡En vano en la noche lóbrega
suena y resuena la aldaba
con que llamo a la gran puerta
del castillo que se alza
en la cima misteriosa
de la fúnebre montaña![48]

En el prólogo al libro, Nervo destaca la analogía de su alma con una princesa encerrada en un castillo, lo cual está en evidente relación con su poética anterior: Mi pobre alma está encerrada en esta fortaleza del cuerpo. Es una triste princesa metida en una torre impenetrable, con cinco mezquinas ventanillas (los cinco sentidos) para adivinar el inmenso mundo exterior.[49]

Tanto en Silva como en Nervo, la poética de la decadencia[50] y de lo abrumador se propone como motivo de la angustiosa nostalgia poética. Los espacios nocturnos y tétricos son reflejos del interior apesadumbrado, de la mente atrofiada por el recuerdo y la carencia que ha dejado la muerte de los seres amados. Los castillos son símbolos de lo antiguo que se opone al presente indeseado.[51]

El poema “Ronda” de Silva, conocido como Nocturno II o Poeta, di paso, se estructura en tres secuencias que reiteran la perfecta simetría de los tres nocturnos. Una primera parte, que responde a la inocencia de los furtivos besos, pone de relieve la pasión oculta en la oscuridad de la naturaleza que sirvió como alcoba. Se destacan aquí elementos que Burke proponía como expresión de lo sublime: la luz tenue de la luna y de la luciérnaga, y el olor del musgo transformado en aroma de la flor de reseda. Si bien la ausencia de la amada produce el pesar y el miedo, se privilegia la oscuridad como espacio de la nostalgia y hasta del encuentro poético de los amantes. Ese lugar nocturno (igual que el género poético) es el espacio de lo incierto y lo confuso, lo cual ayuda a intensificar las pasiones. La oscuridad es, en este momento, oposición a la estética clasicista:

La oscuridad del estilo o de la naturaleza es lo que caracteriza el horizonte de lo sublime dieciochesco como el momento en el que, terminada la etapa del equilibrio clásico, de una racionalidad tanto de la vida como de la escritura, la negatividad adquiere un nuevo poder y se buscan, interpretándolos de diversos modos, nuevos límites sobre los que construir los propios universos de placer.[52]

Además de la oscuridad espacial, Burke señala que las imágenes deben ser, también, oscuras y que es necesaria una afinidad entre las palabras y la musicalidad oscura, para transmitir mejor los afectos:

La manera adecuada de transmitir las afecciones de la mente es el uso de las palabras; hay una gran insuficiencia en todos los demás medios de comunicación; y está tan lejos de ser absolutamente necesaria una claridad de las imágenes para ejercer una influencia sobre las pasiones, que se puede actuar considerablemente sobre ellas sin presentar ninguna imagen, sólo con ciertos sonidos adaptados para este fin.[53]

En relación con la noche como ámbito de lo sublime, Kant señala lo siguiente, siguiendo la contraposición que Burke había destacado entre lo luminoso y lo oscuro:

La noche es sublime, el día es bello. En la calma de la noche estival, cuando la luz temblorosa de las estrellas atraviesa las sombras pardas y la luna solitaria se halla en el horizonte, las naturalezas que poseen un sentimiento de lo sublime serán poco a poco arrastradas a sensaciones de amistad, de desprecio del mundo y de eternidad.[54]

Jorge Carrera Andrade ha relacionado la noche de los poemas de Silva con la tradición hispánica del Siglo de Oro: La identidad de la noche y de la muerte, señalada desde muy antiguo en las letras hispánicas y exaltada mayormente por los poetas del Siglo de Oro, adquiere en Silva un acento particular, de profundo realismo.[55] Sin embargo, lo nocturno de la poesía de Silva se vincula más con el romanticismo[56]: la noche es una forma de ontología y de cosmología. Como es notorio, los nocturnos de Silva privilegian la noche sublime de Burke y de Kant. En los poemas, la mezcla de lo nocturno con la musicalidad del piano, que impulsa la mano de la mujer amada, hace brotar el espacio gótico o sublime que atraviesa el ámbito exterior hasta la casa en el romántico claro de luna. De igual modo, la imaginación del yo lírico se transporta hacia el espacio sublime, que caracteriza precisamente con el adjetivo gótico (gótico castillo). Se evoca, a su vez, el tiempo eterno de los siglos que se expresa en las piedras musgosas del castillo, símbolo de la infinidad anhelada. Esa vejez, exposición del detritus, está cerca de la estética gótica, en tanto y en cuanto es desprecio de la belleza clásica: la ruina y la decadencia son símbolos de la insatisfacción, de lo incompleto, de la carencia y del ser.[57] Por otro lado, el crepúsculo se transforma en símbolo de la esperanza del amor ante la premonición de la muerte.

Evidentemente, en la organización de los tres poemas, el hablante lírico describe el momento bello, en el sentido que le atribuye Burke, de la unión de los amantes. De hecho, un aspecto que se resalta es el color del cabello del yo lírico cuando se dirige a la dueña del castillo: Y soy tu paje rubio, mi castellana.[58] Este color es expresión de lo bello y no de lo sublime. Los colores que privilegia Burke son el negro, el marrón, el morado o alguno parecido; igual que los sonidos deben ser oscuros, tenebrosos, tremolantes o intermitentes: sonidos bajos, confusos e inciertos, como las campanadas.

La sonoridad de estos nocturnos, sobre todo del Nocturno III, ha sido ya muy discutida. Sólo bastará señalar que dentro de la poética de lo sublime esa música que está sustentada por el tetrasílabo trocaico crea la monotonía, la melancolía[59] de la nostalgia y la oscuridad idóneas para que aparezcan las imágenes terribles en un espacio también oscuro. La melancolía, según Carrera Andrade, parece venirle de la lectura de Laforgue: De Laforgue aprendió la modulación de las Lamentaciones, en cuyo fondo se adivina un dejo sarcástico y burlesco, dirigido contra la realidad del mundo.[60] Sin embargo, el objeto de la melancolía de Silva está muy vinculado con los temas principales del romanticismo europeo sobre la base de su vida aciaga. A los dieciocho años ya escribía poesía melancólica, a los veinte se acerca a los poetas franceses, también pierde a su padre y a su hermana Elvira; entre 1889 y 1896 perdió todo lo que tenía, incluyendo los manuscritos de siete novelas[61] en el naufragio del barco Amérique en el viaje de La Guaira a Barranquilla, cuando Silva dejó la secretaría de la Legación de Colombia en Venezuela. Ante los anhelos de un dandy, esta desolada suerte pudo haber sido la causa de su suicidio el 28 de mayo de 1896, después de una fiesta hasta la media noche. De la muerte de Elvira como paroxismo de las pérdidas, surge el tono elegíaco del Nocturno III, que al decir de Carrera Andrade: No hay un tono más elegíaco en la poesía hispanoamericana de esos años.[62]

No resulta extraño que lo gótico y lo melancólico aparezcan en la poesía de Silva y de Nervo. En el fondo, era una cosmovisión que estaba flotando en el ambiente de la época, pues en ese momento se habían escrito en Colombia Las noches de Zacarías Guessor, del poeta José M. Gruesso (1779-1879), y este mismo poeta había traducido Los sepulcros de Harvey, en estrecha relación con Los sepulcros de Ugo Fóscolo (1778-1827), que había traducido Marcelino Menéndez y Pelayo en 1875. Además, Silva conoció las traducciones que de Poe habían realizado Stéphane Mallarmé y Baudelaire. Es importante destacar que los manuscritos que perdió Silva en el naufragio de regreso de Caracas en Cartagena incluían los libros titulados Las almas muertas, con posible influencia de Nikolai Gogol, Los cuentos negros y Los poemas de la carne, títulos en estrecha relación con la decadencia y la poética gótica, quizás influido por el libro Degeneración de Max Nordeau, El culto del yo y la trilogía Bajo la mirada de los bárbaros, Un hombre libre y El jardín de Berenice de Maurice Barrès (1862-1923). Silva, como Barrès, destaca el rechazo al orden establecido; proclama el yo como única realidad tangible y el sentimiento frente a la razón; el yo es algo dependiente de una larga cultura, de una fuerza que lo precede y que lo sobrevive. De hecho, el libro Tres estaciones de Psicoterapia se encontraba en su mesa a la hora de su muerte.[63]

El caso de Nervo es similar al de Silva. Valdría la pena destacar la relación del autor de Místicas con La muerte de Maurice Maeterlinck (1876-1949) y con la poética nocturnal, amatoria y metafísica de Friedrich von Hardenberg, Novalis, como destaca Concha Meléndez: Maeterlinck le reveló a Novalis, a quien llamó luego el divino; cantor como él de un amor ensombrecido por la muerte, y como él hechizado por el misterio.[64] La Muerte, por ello, se convirtió en el tema central de su obra, y culmina con la muerte de Ana. Es en este sentido que Nervo ha sido considerado como el poeta de la muerte. En sus poemas, según Bernardo Ortiz de Montellano, se sustituye una por la otra: [...] y siempre enamorado, a su modo, de la muerte, haría de ella la amada inmóvil a la muerte de Ana.[65] En ambos casos, la muerte y la vida son una continuidad erótica que abre las zonas misteriosas de la trascendencia, culminando en el mal del fin del siglo.[66]

En el primer nocturno de Silva, la música del poema se corresponde con la música del piano y la capacidad para evocar la evasión de los paraísos sublimes del gótico. No es de extrañar que se pretenda presentar ese el lugar como el espacio del encuentro con lo metafísico, con el más allá y con el infinito. Por lo menos, es el espacio del deseo, de la carencia, y, por lo tanto, de la nada y del vacío, que se intenta remediar con la imagen evocadora. Según Burke, esa privación es productora de lo sublime: Todas las privaciones generales son grandes, porque todas son terribles; la Vacuidad, la Oscuridad, la Soledad y el Silencio.[67] Esa vacuidad y soledad producen el carácter intrínseco de lo que Kant llama sublime terrorífico, la melancolía:

No se llama melancólico a un hombre porque, sustrayéndose a los goces de la vida, se consuma en una sombría tristeza, sino porque sus sentimientos, intensificados más allá de cierto punto o dirigidos, merced a determinadas causas, en una falsa dirección, acabarían en esta tristeza más fácilmente que los de otros. Este temperamento tiene principalmente sensibilidad para lo sublime.[68]

Con la muerte del objeto del deseo, el yo lírico se encuentra ante el tema más terrible para el ser intrascendente: la impotencia ante el tiempo. Esto se describe en la tercera parte del segundo nocturno, después de los íntimos besos en relación con las noches dulces. A lo largo de las tres partes, el olor de reseda en el jardín nocturno es lo que hilvana la persistencia de lo ausente. Para Burke, los olores penetrantes e intolerables son los que pueden causar una sensación de lo sublime.[69]

Estos elementos son más intensos en el Nocturno III. Vuelven a aparecer los instantes de la felicidad y la premonición, seguidos de la muerte y la desolación. La noche está llena de perfumes, de murmullos y de la música que producen las alas (¿de pájaros nocturnos, de grillos y murciélagos, todos animales góticos?). La alcoba nupcial es sombría y sólo está alumbrada por luciérnagas fantásticas. La amada es pálida y permanece en silencio, mientras camina junto al yo lírico. La luna vuelve a aparecer con una resolución gótica mayor, pues su luz blanca es necesaria para que el símbolo de lo efímero (la sombra) resalte la tristeza, la desolación y el eros del retorno. Así como los cuerpos de los amantes se juntan, también las sombras que proyecta la luz de la luna; pero aquí es más importante la unión de las sombras que la unión de los cuerpos, como una reescritura del mito de la caverna de Platón. Luego de esa primera noche, sucede la noche del recuerdo. Después del sepelio, el yo lírico vuelve al mismo sendero para recordarla en la etopeya, esta vez solo y, como ella en la otra noche, mudo, consciente de la distancia, de la carencia, de la pérdida irremediable. El miedo que producen los ruidos de los animales, según Burke, también genera lo terrible, lo necesario para que se produzca lo sublime.[70] En este caso, el yo lírico exclama: y se oían los ladridos de los perros a la luna[71], y siente frío ante la muerte, la descomposición y la nada:

Sentí frío; ¡era el frío que tenían en la alcoba
tus mejillas y tus sienes y tus manos adoradas,
entre las blancuras níveas
de las mortüorias sábanas!
Era el frío del sepulcro, era el frío de la muerte,
era el frío de la nada...[72]

Siguiendo la tendencia de la elegía germana, muchos de los poetas alemanes, franceses e ingleses han gestado sus grandes elegías.[73] En el caso de Silva y de Nervo, no parece legítimo este vínculo, pero sí la tendencia a la filosofía de la eternidad o del infinito. La muerte de la mujer amada proporciona un momento propicio para la meditación sobre la vida y la muerte, sobre la infinitud. En el caso de Nervo, la mujer y el paisaje están íntimamente ligados, y la vacuidad del cosmos depende de la ausencia de la amada: Hoy que partió por siempre el amor mío, / no me importan los astros, pues sin ella / para mí el universo está vacío.[74]

En ese sentido, se produce lo sublime: La infinidad tiene una tendencia a llenar la mente con aquella especie de horror delicioso que es el efecto más genuino y la prueba más verdadera de lo sublime.[75] La primavera, en el caso de Silva, se equipara con la amada. La elegía del nocturno es el llanto ante la pérdida de la estación del año (la muerta primavera) y de la edad de oro (la juventud) que implican para Burke[76] el símbolo de la infinitud:

La primavera es la estación más placentera de todas; y en la mayoría de [los] animales, los jóvenes, aunque estén lejos de hallarse formados, procuran una sensación más agradable que los ya crecidos; porque la imaginación se distrae con la promesa de algo más, y no condesciende en el presente objeto de los sentidos.[77]

Es muy interesante la música de alas del Nocturno de Silva, igual que los rumores de las almas que rezan tras la puerta del castillo en lo alto de la montaña en el poema Tres meses de Nervo: Cierto, detrás de esa hostil / fortaleza, alguien se halla... / Se adivina no sé qué, / un confuso rumor de almas....[78] La unión de la mujer y del cosmos se le aparece al yo lírico del poema ¡Cómo será! en la incertidumbre de la superación paradisíaca del más allá sobre el mundo intrascendente: Si en el mundo fue tan bella, / ¿cómo será en esa estrella / donde está?.[79] Al relacionar lo absoluto con la mujer, el hablante lírico de La amada inmóvil se sume en lo sublime a través del miedo que causa la incertidumbre de la pérdida eterna: Tuve miedo..., es la verdad; / miedo, sí, de ya no verla, / miedo inmenso de perderla / por toda una eternidad.[80] Ante tal desolación, el suicidio se le aparece como una solución posible, impulsada por la creencia del encuentro de los amantes en la eternidad del más allá. Sin embargo, esa salida no se privilegia, pues la vida sin la mujer amada ha dejado de ser vida para convertirse en una lenta muerte: Y preferí, no vivir, / que no es vida la presente, / sino acabar lentamente, / lentamente, de morir.[81] Eso no implica que se proponga el más allá como una superación de la vida. Los muertos asumen la trascendencia que la voz lírica persigue, la evasión del tedio, de evidente corte simbolista y baudelaireana:

¡Qué bien están los muertos,
ya sin calor ni frío,
ya sin tedio ni hastío!

¡Con los ojos bien abiertos,
para ver el arcano
que yo persigo en vano!

¡Qué bien estás, mi amor,
ya por siempre exceptuada
de la vejez odiada,
del verdugo dolor...;
inmortalmente joven...”
[82]

La vida se presenta como una cárcel en la cual el ser humano permanece antes de irrumpir en el espacio de la muerte definida como una eterna liberación: ¡Quizá el carcelero / se acerque con sus llaves resonantes / a abrir mi calabozo para siempre.[83] Hay en estos versos de La amada inmóvil una desolación y una angustia mayores que las expresadas en los nocturnos de Silva. Como lo indica el título del libro, la desesperación surge de la incertidumbre del amor de la amada ausente, que no responde al deseo del amante, al retorno desde la muerte. La duda de la inmensidad y el poder del amor producen una poesía en la cual se cuestiona la máxima Amor Omnia Vincit, produciéndose el esplín y el miedo de lo sublime:

Si yo me hubiese muerto, ¡qué mar, qué cataclismos,
qué vórtices, qué nieblas, qué cimas ni qué abismos
burlaran mi deseo febril y omnipotente
de venir por las noches a besarte en la frente,
de bajar, con la luz de un astro zahorí,
a decirte al oído: “¡No te olvides e mí!”.
Y tú, que me querías tal vez más que te amé,
callas inexorable, de suerte que no sé
sino dudar de todo, del alma, del destino,
¡y ponerme a llorar en medio del camino!
Pues con desolación infinita evidencio
que detrás de la tumba ya no hay más que silencio...[84]

Esa desolación y esa duda de lo absoluto se resuelven en la esperanza de la infinitud cuando los amantes eternos se encuentren en el más allá. Contrario a la resolución de La novia de Corinto, que también existe en La amada inmóvil, hay un poema que, incluso contrario al Nocturno de Silva, evidencia el encuentro fantástico en el cual el amante se cree vivo, pero ha muerto. Por eso es posible el encuentro y el amor de ambos fantasmas:

¿Por qué permaneciste siempre sorda a mi grito?
¡Dios sabe cuántas veces, con amor infinito,
te busqué en las tinieblas, sin poderte encontrar!
Hoy—¡por fin!—te recobro: todo, pues, era cierto...
¡Hay un alma! ¡Qué dicha! No es que sueñe despierto...
¡Te recobro! ¡Me miras y te vuelvo a mirar!
—Me recobras, amigo, porque ya eres un muerto:
de fantasma a fantasma nos podemos amar.[85]

Ante tal desesperación, el hablante lírico trastorna lo terrorífico de la muerte. En “Tanatólifa”, la espera por la muerte se convierte en un infierno: “¡El infierno es donde ella no esté!”.[86] Por esa razón, la muerte se metamorfosea en un momento idílico, pues implica el retorno a la vida junto a la amada:

¡Oh Muerte, en otros días, que recordar no puedo< br/> sin emoción profunda, te tenía yo miedo!...
En medio de la noche, incapaz de dormir,
clamaba congojado: “Yo tengo que morir...
¡Yo tengo que morir irremisiblemente!”.[87]

Si bien los poemas de Nervo culminan en la acepción de la muerte como una vida deseada o de la vida como una muerte lenta, como un proceso de acercamiento purgativo hacia la amada, lentamente lo terrible de la muerte deja de producir lo sublime para resaltar lo bello de la omnipotencia del amor. El libro de poesías se convierte en una redoma, similar a la poética de Gotas amargas de Silva, expuesta en Avant-propos:

Prescriben los facultativos
cuando el estómago se estraga,
al paciente pobre dispéptico dieta sin grasas.
Le prohíben las cosas dulces,
le aconsejan la carne asada
y le hacen tomar como tónico gotas amargas.[88]

Si bien es cierto que, amparado en el conocimiento científico y médico de su época, Silva resuelve una poética de curación de la enfermedad de apepsia, Nervo lo proclama como un cúmulo de consuelos:

Un rimador obscuro
que no proyecta sombra,
un poeta maduro
a quien ya nadie nombra,
hizo este libro, amada,
para vaciar en él
el ánfora colmada
de lágrimas y hiel.[89]

Este exceso de lo sublime, de lo terrible que implica la carencia del ser amado, propicia una de las características más importantes del romanticismo. Cabe señalar que Kant refiere el exceso de lo sublime terrorífico (monstruoso) como romántico: Cuando la sublimidad o la belleza rebasa el conocido término medio se la suele denominar romántica.[90]

Tanto Silva como Nervo escriben sus elegías en la tradición gótica de lo sublime como lo expusieron Burke, Kant y Poe. La poesía se convierte para ambos en un lamento que desea instaurar la unión paradisíaca de la pareja terrenal y viva, a pesar de que en el libro de Nervo existe una transformación final hacia la transmutación de la intrascendencia en la infinidad absoluta. En tanto ese proceso se plasma, el poema se convierte en el espacio de lo sublime, de la incertidumbre ante la pregunta de Edipo frente a la Esfinge callada, como señalara Rufino Blanco Fombona: La naturaleza no sólo permanece muda ante las interrogaciones, sino que devora con crueldad de Esfinge a quienes no logran interpretarla.[91] El yo lírico se enclaustra en la poesía, su torre silenciosa, donde las rimas sirven de consuelo:

Mas no plugo a la Esfinge responder a mi grito, Y ante el inexorable callar del Infinito
entré resueltamente dentro de mi Dolor como dentro de una gran torre silenciosa... Mis pobres rimas fieles me decían: Reposa, y luego, con nosotras, canta el mal que sufriste; ven, duerme en nuestro dulce regazo, no estés triste. ¡Aún hay muchas cosas que cantar..., cobra fe![92]

El lamento funciona, así, como un retorno a la lírica original, como se explica en la mitología grecolatina. La música apolínea, órfica o pánica son elegías que intentan recuperar el objeto del deseo, que ha muerto y que, por lo tanto, se encuentra en el infierno (Hades). La poesía surge en un principio como elegía, como lamento, como filosofía, de la cual María Zambrano afirma que es origen la carencia elegíaca:

Si la pregunta que da nacimiento a la filosofía hunde sus raíces en la ausencia de ser habida en las imágenes de los dioses, la tragedia nacerá dando figura a las pretensiones de existir, a la pretensión de existir en que consiste la condición humana. Una ausencia del ser también más allá del ser de las cosas y que no podrá fundar la filosofía, sino ese saber trágico cuya pregunta inicial será la queja, el llanto.[93]

Así, Zambrano interpreta el eros que Platón privilegió para mostrar la característica principal del filósofo (amante). En ese sentido, la filosofía, igual que la poesía, persigue un vacío existencial, inquirir en la esencia de las cosas. Todavía Zambrano parece adherirse a la idea de la poesía como una especie de éxtasis, de locura en que la evasión no ha permitido la metamorfosis de lo divino en sagrado. El anhelo de infinito se convierte en delirio de persecución. El discurso poético implica la ignorancia de las preguntas acerca de la esencia de la soledad, como la pregunta de Edipo frente a la Esfinge en el poema de Nervo. También, es lo que afirmaba Unamuno en el famoso prólogo: El amor de Silva como en Werther, como en Manfredo, como en Leopardi, era un modo de dar pábulo a otros sentimientos; en el amor buscó –estoy de ello seguro— la respuesta de la Esfinge.[94]

Lo sublime funciona como el terror y lo ominoso que experimentan los hablantes líricos de los lamentos. Así, los elegíacos, sumidos en la oscuridad, se preguntan acerca de la muerte y de la vida. La posibilidad del retorno desde la muerte o de la escatología que postula la continuidad, ya sea en un paraíso eterno en el más allá o en la metempsicosis, convierte la poesía en una serie de preguntas sin respuestas que buscan la esencia del ser humano: la existencia, el filosofar. En ese sentido, las poesías de Silva y de Nervo se modulan como una forma de filosofía y de religión que hacen elevar al alma hacia lo absoluto, hacia lo sublime, y que la introduce en el espacio misterioso donde sólo se encuentra el terrible beso de la Esfinge.

Notas

[1] Cabe recordar que existió una poética neoclásica de lo sublime, muy distinta de la vertiente gótica que expusieron Burke y Kant. Dentro de la tendencia reaccionaria contra el rococó, que comienza con las obras de Johan Joachim Winckelmann, la gracia era la felicidad presente; mientras lo sublime es la grandeza antigua, exponiéndose entre ambas una tensión entre el goce y el sufrimiento. Puede consultarse este aspecto en Rosario Assunto, La antigüedad como futuro: Estudio sobre la estética del neoclasicismo europeo, Trad. de Zósimo González, Madrid, Visor, 1990; p. 63. De hecho, lo sublime en este momento, igual que en la obra de Friedrich Schiller, se sustenta en la traducción del tratado de Longino que hizo Boileau. En el tratado de Longino, lo sublime implicaba la elevación del espíritu sobre la base del contacto con la belleza y la concinnitas o la belleza y la armonía razonada de las partes, como la entendía León Battista Alberti al adaptar las teorías arquitectónicas que Vitruvio elaboró en Diez libros acerca de la arquitectura. Regresar

[2] Gianni Carchia, Retórica de lo sublime, Trad. de Mar García Lozano, Madrid, Tecnos, 1994; p. 11. Regresar

[3] Raymond Bayer, Historia de la estética, Trad. de Jasmín Reuter, México, Fondo de Cultura Económica, 1993; p. 130. Regresar

[4] Ibidem; p. 136. Regresar

[5] René Descartes, Discurso del método, Trad. de M. E. Biagosch, Buenos Aires, Sopena, 1942; p. 41.Regresar

[6] John Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, Trad. de Luis Rodríguez Aranda, Buenos Aires, Aguilar, 1974; pp. 47-48.Regresar

[7] Francisco Calvo Serraller, “Diderot y la estética del siglo XVIII”, “Prólogo” a Denis Diderot, Investigaciones filosóficas sobre el origen y naturaleza de lo bello, Buenos Aires, Aguilar, 1993; P. 12.Regresar

[8] Ver, Denis Diderot, “Investigaciones filosóficas sobre el origen y la naturaleza de lo bello”, en Escritos de Arte, Trad. Elena de Almo, Madrid: Siruela, 1994; p. 9. Regresar

[9] Ver, Reymond Bayer, Historia de la estética, Trad. Jasmín Reuter, México, Fondo de Cultura Económica, 1993; p. 165.Regresar

[10] Esta es una definición sucinta de lo grotesco como lo presenta Wolfgang Kayser en Lo grotesco, Trad. de Ilse M. Brugger, Buenos Aires, Nova, 1964. Regresar

[11] Elio Franzini, La estética del siglo XVIII, Trad. de Francisco Campillo, Madrid, Visor, 2000; p. 123. Regresar

[12] Puede consultarse la edición de Agapito Maestre y José Romagosa, ¿Qué es la Ilustración?, Madrid, Tecnos, 1999; pp. 17-25.Regresar

[13] Para una exposición del papel que desempeñó el mal en la filosofía del siglo XIX, puede consultarse el libro de Denis L. Rosenfield, Del Mal: ensayo para introducir en filosofía el concepto del mal, Trad. Hugo Martínez Moctezuma, 1993. Regresar

[14] Ver, John Ruskin, “The Nature of Gothic”, en The Stones of Venice, Nueva York,Da Capo Press, 2003; p. 160. Regresar

[15] Franzini, op. cit.; p. 122.Regresar

[16] Para un acercamiento a la historia de lo sublime, puede consultarse el libro de Gianni Carchia, Retórica de lo sublime, Trad. de Mar García Lozano, Madrid, Tecnos, 1990. Regresar

[17] Ver, Esteban Tollinchi, Romanticismo y Modernidad: Ideas fundamentales de la cultura del siglo XIX, vol. I, Río Piedras, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1989; p. 454. Regresar

[18] Puede consultarse el libro de Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan, Presencia de Edgar A. Poe en la literatura española del siglo XIX, Universidad de Valladolid, 1999. Regresar

[19] Además del libro de Englerkirk, resulta útil la tesis de maestría de Popow, Svetlana, “The Influence of Ergar Allan Poe on the Modernist Writers of Latin America”, Universidad de Nueva York, 1980.Regresar

[20] Concha Meléndez, “José Asunción Silva, poeta de la sombra”, en Juan Gustavo Cobo-Borda (ed.), José Asunción Silva, bogotano universal, Bogotá, Villegas Editores, 1988; p. 213. Regresar

[21] Fernando Charry Lara, “Prólogo” a Juan Gustavo Cobo-Borda (ed.), José Asunción Silva, bogotano universal, Bogotá, Villegas Editores, 1988; p. 24. Regresar

[22] Ver, Ángel Luis Morales, Historia de la literatura hispanoamericana, Río Piedras, Editorial Edil, 1991; p. 218.Regresar

[23] Ver, Edward H. Davidson, Poe: estudio crítico, Trad. de Luis Díaz Cortés, México, Editorial Letras, 1960; p. 97. Regresar

[24] Pablo Carrascosa Miguel, “La poética de José Asunción Silva y sus relaciones con las poéticas españolas del siglo XIX”, Actas del X Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas”, Barcelona, PPU, 1992; p. 517. Regresar

[25] Para un esbozo de la tradición del género “elegía”, puede consultarse el artículo de Jorge María Ruscalleda Bercedoniz, “Apuntes para el estudio de la elegía en la poesía española e hispanoamericana”, Sin Nombre 4, 3 (1974); pp. 48-56, donde se inserta, pero sólo se menciona, el “Nocturno III” de Silva. Regresar

[26] A pesar de que Carlos García-Prada señala que Emmanuel Kant no le ofreció a Silva la clave del misterio, es evidente que su lectura fue decisiva para la poética de lo sublime. Puede consultarse el artículo de García-Prada, “José Asunción Silva, poeta colombiano”, Hispania 8 (1925); p. 78, en el cual revela: “No le valió haber estudiado a Aristóteles ni a Santo Tomás, ni a Spinoza ni a Kant ni a Spencer; ninguno de ellos le dio la clave del misterio”. Regresar

[27] Para una aclaración de este nombre, puede consultarse el artículo de José Simón Díaz, “Amado Nervo, «La amada inmóvil» y el Padrón municipal”, Anales de Literatura Hispanoamericana, 21 (1992); pp. 523-524. Nervo conoció a Ana Cecilia en 1900 cuando el periódico El imparcial lo envió como corresponsal a la Exposición Universal de París. Puede consultarse este detalle en el artículo de José Francisco Conde Ortega, “Aproximaciones a la prosa modernista: Gutiérrez Nájera, Urbina y Nervo”, en Oscar Matta (ed.), En torno a la literatura mexicana, México, Editorial de la Universidad Autónoma de México, 1989; p. 57. Regresar

[28] En su obra aludida, Edgard Davidson señala: “Uno de los temas principales de todos los escritos de Poe es el anhelo que siente por la madre, por un tipo de sombra nocturna femenil, que no encuentra nunca y que no habrá de venir” (p. 63). Regresar

[29] Betty Tyree Osiek, José Asunción Silva, Boston, Twayne Publishers, 1978; p. 73. Regresar

[30] Betty Tyree Osiek, José Asunción Silva: un estudio estilístico de su poesía, México, Andrea, 1968; p. 12. Regresar

[31] Amado Nervo, La amada inmóvil, México, Fondo de Cultura Económica, 1999; pp. 40-41. Regresar

[32] Amado Nervo, citado por Bernardo Ortiz de Montellano, Figura, amor y muerte de Amado Nervo, México, Editores Xochilt, 1943; p. 107. Regresar

[33] Guillermo Jiménez (ed.), Amado Nervo y la crítica literaria, México, Andrés Botas e hijo, sin fecha; p. 28. Regresar

[34] Edgar Allan Poe, “Método de composición”, en Obra poética completa, Trad. de Federico Revilla, Barcelona, Río Nuevo, 1983; p. 137. Regresar

[35] Por cuestión de espacio, sólo se hará alusión al famoso cuento en versos Die Braut von Corinth (1797), que Goethe publicó en el Musenalmanach de Schiller. Baste señalar que en él, el autor del Fausto produjo una nueva forma de enfrentar el famoso tema folklórico del vampiro. El amor, más allá de las religiones y de la moral, se consuma, sobreponiéndose a la muerte, aunque sea en el marco del espanto y de la aberración. Puede consultarse la traducción de R. Cansinos Assens, en El libro de los vampiros, México, Fontamara, 1987, en cuya introducción se lee: “Es a partir de Goethe que sexo, muerte y diabolismo forman la combinación clave de la figura vampírica como será tratada por los autores posteriores” (p. 11), específicamente el aspecto que rescatan tanto Silva como Nervo. Regresar

[36] Ver, Guiseppe Bellini, Nueva historia de la literatura hispanoamericana, Madrid, Castalia, 1997; p. 274. De hecho, el poemario se comenzó a escribir en 1912 y se extendió hasta 1918. En 1914, apareció un grupo de esos poemas en la edición de Serenidad bajo el título Versos a una muerta, precisamente el subtítulo de la versión final. Puede consultarse el libro de Víctor Diez Lucas, Amado Nervo, Madrid: Escuela Nacional de Artes Gráficas, 1962; pp. 25-26. La amada inmóvil, según Manuel Durán expresa en Genio y figura de Amado Nervo, Buenos Aires, Editorial Universitaria, 1969; p. 146, lo llevó a una crisis que cambió su poética hacia la claridad y la sinceridad de sus últimas poesías. Regresar

[37] Nervo, op. cit.; p. 80. Regresar

[38] Ibidem; p. 28. Regresar

[39] Edmund Burke, Indagaciones filosóficas sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello, Trad. de Menene Gras Balaguer, Madrid, Tecnos, 2001; p. 29. Regresar

[40] Ibidem; p. 28. Regresar

[41] Ibidem; p. 30. Regresar

[42] Quede claro que estos tres “nocturnos” no fueron escritos como una sola elegía por la muerte de Elvira Silva a los veinte años en 1891. Ni siquiera los dos primeros se titulan “nocturno”. El primero debió titularse “Ronda” y apareció publicado en 1889; el segundo, “Poeta, di paso”, también fue publicado antes de la muerte de la muchacha. Estos datos pueden consultarse en el libro de Alberto Miramón ya citado, p. 107. Sigo, pues, la tendencia de la crítica a colocarlos como una sola pieza, por haber una especie de misteriosa y seductora continuidad entre los tres. Regresar

[43] Silva tuvo cinco hermanos, tres de los cuales (Inés, Guillermo y Alfonso) murieron en la niñez. Ver, Miramón, op. cit.; p. 108. Regresar

[44] El autor de esta investigación discrepa de Eduardo Camacho Guizado cuando afirma en La poesía de José Asunción Silva, Bogotá, Ediciones Universidad de los Andes, 1968, p. 51, que la dicotomía de los espacios en Silva se debe al anhelo de “afrancesamiento” o de “europeísmo”. No se trata de la huida al viejo continente (Europa), como sostiene, para evadir América. Baste recordar que los europeos también fueron propensos a la evasión o a la huida hacia tierras exóticas y lejanas, Oriente o la Edad Media, a lo gótico, como expresión del hastío de la vida presente y como oposición al sistema socio-político imperante en Europa. Regresar

[45] Alfredo A. Roggiano, “José Asunción Silva”, Cuadernos Hispanoamericanos 9 (1949); p. 7. Regresar

[46] Ver, Héctor H. Orjuela, “El primer Silva”, Boletín de la Academia Colombiana 27 . 117 (1977); p.154. Regresar

[47] Ver, Juan Lanas, “Un estudio de Guillermo Valencia”, Boletín Bolívar 4 . 1 (1951); p. 620. Valencia rechaza la idea principal del “Prólogo” de Unamuno a la selección de Hernando Martínez, cuando destaca la relación de Silva con otro poeta suicida, portugués en este caso, Antero de Quental, y resalta en Silva el modernismo a pesar de que se degrada. Señala Unamuno en “José Asunción Silva”, Boletín Comercial y Bibliográfico 6 . 41 (1963); p. 530: “No sé bien qué es eso de los modernistas y el modernismo, pues llaman así a cosas tan diversas y hasta opuestas entre sí, que no hay modo de reducirlas a una común categoría. No sé lo que es el modernismo literario; pero en muchos de los llamados modernistas, en los más de ellos, encuentro cosas que encontré antes en Silva. Sólo que en Silva me deleitan y en ellos me hastían y enfadan”. Regresar

[48] Nervo, op. cit.; p. 21. Regresar

[49] Amado Nervo, “Prólogo” a La amada inmóvil, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1943; p. 44. Regresar

[50] El decadentismo es la sensación de pertenecer a una civilización que se extingue. Sobre todo en Francia, con la derrota a manos de los prusianos seguida de la Comuna de París, Verlaine, Huysman y Mallarmé, entre otros, se llamaron decadentes. La crítica anti-modernista usó palabras como “degenerado”, “enfermo”, “decadente”, para caracterizar la literatura. Los anti-modernistas veían el modernismo como una imitación de franceses. Puede consultarse el excelente ensayo de Lisa Davis, “Modernismo y decadentismo en la novela De sobremesa de José Asunción Silva”, en The Analysis of Hispanic Texts: Current Trends in Methodology, Nueva York, Bilingual Press, 1976; pp. 206-220. Regresar

[51] Ver, Linda Bayer-Berembaum, The Gothic Imagination, Associated University Presses, 1982. Regresar

[52] Franzini, op. cit.; p. 85. Regresar

[53] Burke, op. cit.; pp. 44-45.Regresar

[54] Emmanuel Kant, Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, Trad. de A. Sánchez Rivero, México, Porrúa, 1997; p. 134. Regresar

[55] Jorge Carrera Andrade, “José Asunción Silva, el novio de la muerte”, Cuadernos 98 (1965); p. 23. Regresar

[56] De hecho, las influencias que más se han destacado en la crítica sobre la poesía y la prosa de Silva proceden de autores como Charles Baudelaire, Edgar Allan Poe, Alfred Musset, Stendhal, Hipolite Taine, Augusto Compte, Paul Verlaine, Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche, Gabriel D’Anunzio, Oscar Wilde, Anatole France, Victor Hugo, León Tolstoi, entre otros. Puede consultarse al respecto el artículo de Alfredo González Prada, “Clásicos de América: prosas y versos de José Asunción Silva”, Revista Iberoamericana (1943); pp. 297-301. Para la ratificación de la influencia de Heinrich Heine, Lord Bayron, Jules Laforgue y Gustavo Adolfo Bécquer, puede consultarse el artículo de Carrera Andrade, ya citado. Por su parte, José Umana Bernal resalta la influencia de Maurice Barrès en obras como Sous l’oeil des barbares (1887), Un homme libre (1889) y Trois stations de Psychothérapie. Ver, “En busca de José Asunción Silva”, Hojas de Cultura Popular Colombiana (1956); p. 1. También, se destaca el contacto con Max Nordeau (Degeneration), con el Diario de la rusa María Bashkirtseff y el poeta español Joaquín María Bartrina. Ver, Alberto Miramón, José Asunción Silva: Ensayo biográfico con documentos inéditos, Bogotá, Imprenta Nacional, 1937; pp. 47 y 65. En relación con influencias hispanoamericanas e hispanas (Bécquer, Núñez Arce, Campoamor, Manuel Gutiérrez Nájera, José Martí, Rafael Pombo y Diego Fallon) puede consultarse el libro de Héctor H. Orjuela, Las luciérnagas fantásticas: poesía y poética de José Asunción Silva, Bogotá, Kelly, 1996. Es evidente que la mayoría de estos autores influyeron sobre el autor de “La hermana agua”. Regresar

[57] En este aspecto, Silva es precursor de una de las características más importantes de la poética de Pablo Neruda, como señala muy bien R. J. Schwartz en “En busca de Silva”, Revista Iberoamericana 24 (1959); p. 73: “Lo que Amado Alonso ha dicho del Neruda de Residencia en la tierra, del Neruda poeta de la disolución, puede decirse justamente de Silva, su precursor en muchos sentidos”. Regresar

[58] Ibidem; p. 23. Regresar

[59] Acerca de la melancolía puede consultarse Edmundo Rico, La depresión melancólica en la vida, en la obra y en la muerte de José Asunción Silva, Tunja, Imprenta Departamental, 1964; Víctor Ignacio Ortega, Sobre “De sobremesa”, dos estudios psicoanalíticos de la novela de José Asunción Silva, Universidad de Antioquía, Centro de Investigaciones, 1987. Regresar

[60] Carrera Andrade, op. cit; p. 24. Regresar

[61] Ver, Hernando Villa, “Recuerdos de Silva”, El Tiempo (1951), 24 de mayo; p. 32. Regresar

[62] Ibidem, p. 26. Regresar

[63] Ver, José Umana Bernal, “En busca de José Asunción Silva”, Hojas de Cultura Popular Colombiana 66 (1956); p. 1. Regresar

[64] Concha Meléndez, Amado Nervo, Nueva York, Instituto de las Españas, 1926; p. 60. Regresar

[65] Op. cit.; p.67. Regresar

[66] Ver, Benigno Acosta Polo, “Algunas consideraciones sobre la sicopatía y el suicidio de Silva”, Boletín Comercial y Bibliográfico 8 (1965); p.1240. Regresar

[67] Burke, op. cit.; p. 52. Regresar

[68] Kant, op. cit.; p. 142. Regresar

[69] Burke, op. cit..; p. 64. Regresar

[70] Burke, op. cit.; p. 64. Regresar

[71] José Asunción Silva, Poemas y prosas, Barcelona, Norma, 1990; p. 27. Regresar

[72] Ibidem; p. 27. Regresar

[73] La tradición germana de la elegía puede entenderse como el lamento o meditación en soledad ante el sufrimiento y la desgracia que afectan al ser humano. Las elegías de Hölderlin, de Nietzsche o de Rilke estarían en esta línea, igual que los poemas anglosajones “Las ruinas”, “El exiliado errante” y “El navegante”. Estas elegías presentan la unión de la caducidad de la vida, del milenio y de la visión apocalíptica, modulados por la doctrina neoplatónica. Para un análisis de estas elegías, puede consultarse el libro de Juan Camilo Conde Silvestre, Crítica literaria y poesía elegíaca anglo-sajona: “Las ruinas”, “El exiliado errante”, y “El navegante”, Universidad de Murcia, 1994. Regresar

[74] Nervo, op. cit.; p. 23. Regresar

[75] Burke, op. cit.; p. 54. Kant señala lo siguiente: “[...] las consideraciones de la metafísica acerca de la eternidad de nuestra alma, contienen un cierto carácter sublime [...]” (op. cit.; p. 139). Regresar

[76] En este aspecto, Kant discrepa de la idea de Burke cuando afirma lo siguiente: “Una edad avanzada se une más bien con los caracteres de lo sublime; en cambio, la juventud, con los de lo bello” (op. cit.; p. 137). Regresar

[77] Burke, op. cit.; 57. Regresar

[78] Nervo, op. cit.; p. 21. Regresar

[79] Ibidem; p. 26. Regresar

[80] Ibidem; p. 39. Regresar

[81] Ibidem; p. 39. Regresar

[82] Ibidem; p. 42. Regresar

[83] Ibidem; p. 44. Regresar

[84] Ibidem; p. 46. Regresar

[85] Ibidem; p. 61. Regresar

[86] Ibidem; p. 75. Regresar

[87] Ibidem; p. 75. Regresar

[88] Silva, op. cit.; p 62. Regresar

[89] Nervo, op. cit.; p. 34. Regresar

[90] Kant, op. cit.; p. 138. Regresar

[91] Testimonio citado en Alberto Miramón, José Asunción Silva: ensayo biográfico y documentos inéditos, Bogotá, Imprenta Nacional, 1937; p. 78. Regresar

[92] Nervo, op. cit.; p. 76. Regresar

[93] María Zambrano, El hombre y lo divino, México, Fondo de Cultura Económica, 1993; p. 64. Regresar

[94] Miguel de Unamuno, citado por Guido Mancini, Notas marginales a las poesías líricas de José Asunción Silva, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1961; p. 10. Regresar