La individualidad y el héroe romántico

En conjunción con la peripecia revolucionaria en Francia, se desarrolla en Alemania una idea alterna del individuo que lo concibe como único, original, producto de sí mismo, y no de modo racional universalista y uniforme. De algún modo, tal versión trata de fundir elementos tan diversos como la fe luterana, el criticismo kantiano y la nostalgia filohelénica.

La última supone la creencia de que en Grecia se había dado la mayor aproximación posible al individuo armónico, de que entre los griegos se había realizado la educación estética del hombre que hace posible la resolución de la discordia entre el individuo y el mundo y que esa educación es posible y deseable en la Alemania del nuevo siglo. La creencia en buena medida es bien común de la humanidad desde los días de Roma, pero en un panorama más limitado, dicha atribución de la perfección humana al griego clásico es, cuando menos, derivada del Renacimiento. En suelo alemán pueden haber influido los escritos de Shaftesbury o la Arcadia de Wieland, pero usualmente es a Winckelmann a quien se le atribuye la creación del helenismo germano, aunque parece que éste estaba plenamente esbozado antes de éste dirigirse a Italia.

De todos modos, es Friedrich Schiller quien crea el concepto de humanidad bella, que valió en la época como la alternativa germana al revolucionarismo francés. En sus dramas y en sus escritos teóricos, el autor intenta representar la revolución interna por la cual el perfeccionismo es implantable en el mundo actual, en una humanidad que se justifica en el mundo inteligible y se libera en el mundo de las apariencias, la justificación del mundo inteligible se logra mediante la fusión del mundo natural, del mundo social, como también mediante la liberación de la razón de toda autoridad, de toda subordinación, y así alcanza la dignidad del legislador autónomo en que desemboca la filosofía kantiana.

A los discípulos de la doctrina crítica, la nostalgia filohelénica les habría de suplir la imagen externa necesaria al artista. Ya en su primera vivencia del mundo griego en el salón de los vaciados en Mannheim, frente al Torso de Belvedere, Schiller puede exclamar: Este torso me dice que hace dos milenios existió… un pueblo capaz de dar ideales al artista creador de tal obra, que este pueblo creía en la verdad y en la belleza… que este pueblo fue noble, porque virtud y belleza sólo son hermanas de una misma madre. Mientras que en la carta sexta de La Educación Estética del Hombre, la humanidad griega se distingue por una idea de la naturaleza que armoniza y concilia todos los elementos y que, por lo tanto, no distingue entre espíritu y sentidos, entre fantasía y razón. En cambio, la humanidad del siglo XVIII se caracteriza por la primacía del entendimiento sobre la naturaleza y la consiguiente separación de las facultades del hombre, de las ciencias, de sus quehaceres, de las clases sociales. La educación estética persigue entonces el perfeccionamiento del hombre y del Estado (ha tenido lugar la decepción con el revolucionarismo francés) por medio de una reforma interior que incluya la educación de los sentimientos y que aspire a la armonía del alma y del cuerpo, a la correspondencia entre arte y vida, a la perfección ética y estética (Gracia y Dignidad, -Anmut und Würde).

El modelo helénico le suple a Schiller y a sus coetáneos kantianos la figuración de una revolución que incluye el arte, la teoría social, cierta religiosidad y que pretende suplantar el dogma y la autoridad con un culto a la libertad y dicha convergencia del kantianismo, del helenismo y del culto a la libertad revolucionaria se realiza a plenitud en el conocido seminario de Tubinga o Tübinger Stift, sobre todo en la gran tríada de pensadores que emerge de él: Hölderlin, Hegel y Schelling. Entre ellos el mundo germánico responde de un modo harto peculiar al reto que significó la Revolución Francesa y la respuesta no deja de ser kantiana, schilleriana, helénica y a su modo también luterana.

En Johann Wolfgang Goethe se añade al helenismo y a la persecución de la libertad el problema de la educación (Bildung). Si el helenismo quiere renovar la unidad espiritual de la antigüedad, tal renovación le sirve a Goethe para implementar su visión del hombre que incluye ideales tales como la naturalidad, la espontaneidad, la moderación, la sobriedad, la limitación, etc. o todas aquellas aspiraciones que expresa el famoso aforismo de que lo antiguo no es clásico por antiguo sino por ser fuerte, lozano, alegre y saludable (Eckermann, Gespräche, 2 de abril de 1829). Con tales ideales se constituye la pura humanidad de Ifigenia, la representante de todos los desterrados germánicos que buscan a Grecia con su alma. Más tarde, en Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister el problema se hace alemán (un recuerdo pietista se conserva en las Confesiones de un Alma Bella que forman el quinto libro de la obra), aunque la meta es análoga a la unidad armoniosa, libre, activa, serena, consciente de sí misma, que no necesita ya del sueño de la Edad de Oro ni de la promesa de una vida futura sino que disfrute a plenitud de la existencia, que se concentre en el aquí y en el ahora, aunque consciente de que lo eterno se mueve en todo. El Fausto vuelve a examinar la vigencia del legado griego, esta vez para el hombre que ansía lo imposible (Manto), y aunque se cobre consciencia de la fugacidad de la belleza, todavía da pie para una voluntad de vida: la existencia es un deber, aunque sólo durara un instante: (Dasein ist Pflicht; und wär’s ein Augenblic).

Pero dentro de este humanismo neoclásico se afirma también el hecho de que la libertad individual tiene que ser incluida en una responsabilidad social mayor y una responsabilidad que, en el caso de Goethe puede llegar en algunos momentos a la renuncia de los derechos individuales -lo que implica claramente la renuncia al principio cardinal del revolucionarismo francés. En pocas palabras, el individuo es una creación social, y si es así, la teoría contractualista, tanto inglesa como francesa, se derrumba. Como dice Nicholas Boyle: (Kant y Goethe) se dieron cuenta de que poseían una identidad pre-social (léase pre-contractualista), algo que necesitaba conservarse, una verdad acerca de la vida que no se podía realizar plenamente… y que, por lo tanto, sólo se podía conocer por medio de cierta privación Tal privación en el caso de Kant es la conversión del yo en una idea regulativa ya que ésta no se alcanza a través de la experiencia directa; en el caso de Goethe se anunciaba ya desde su juvenil renuncia (Entsagen). Pero tanto en el uno como en el otro, la idea del yo y de su libertad reflejan las verdades más importantes de todas, las verdades que orientan la vida del hombre a pesar de que no se pueden indicar como otras cosas que llamamos verdaderas.

Por lo demás, el historicismo que cada vez se enseñorea del siglo tuvo que frenar de algún modo la nostalgia helénica. Hegel, por ejemplo, le depara un puesto eminente a la escultura griega: ella habrá de exponer el verdadero contenido del espíritu. Pero a la misma vez, el pensador sabía que la visión estética del mundo era cosa del pasado. El espíritu reconoce que el arte griego es un momento substancial, aún no pasado por la reflexión, por la subjetividad que necesariamente superará (aufheben) la nostalgia helénica.

De igual manera la poesía de un Hölderlin fue más consciente de la distancia entre los dos mundos y de la imposibilidad de volver a los principios: de allí el tema de la separación y de la pérdida que predomina en sus poemas. O como dice Isaiah Berlin: El artista sentimental no produce alegría o paz sino tensión, conflicto con la naturaleza o la sociedad, nostalgia infinita, las neurosis notorias de la era moderna… En suma, la gracia contenida, elegante, noble y pura no parecía ya satisfacer los ánimos. Por eso fue en aumento el gusto por la Grecia misteriosa (Schelling), intimista, vital, sensual, oscura (Burckhardt o Nietzsche).

El humanismo neoclásico centrado en el Tübingen Stift acentúa, como hemos visto, la revolución interna, espiritual en vez de la evolución política y social que proponían el liberalismo inglés y el revolucionarismo francés. En cambio, el individualismo romántico quiere ser una reacción más declarada en contra de la concepción ilustrada del individuo, de la sociedad y del Estado. La reacción es sobre todo contra el mecanicismo implícito en el geneticismo y en el asociacionismo empírico e ilustrado. Para el pensador romántico es preferible la analogía organicista. Es decir, el Estado no es una suma de individuos, sino un todo que tiene vida propia. En vez de concebirse una humanidad general que se rige por un contrato social, se prefiere dividir la humanidad en distintas culturas, en donde la clave estaría en el contexto cultural y no en el individuo átomo. Y sobre los átomos mecánicos y abstractos (tanto físicos como sicológicos), todos iguales e intercambiables, propone un individuo sagrado, íntegro (así se evita la fragmentación que amenazaba a Hume), único, incomparable, en donde resaltan lo peculiar, lo original, las características de la personalidad. Si el racionalista perseguía los derechos del individuo, el romántico eleva la individualidad sobre los derechos. Si aquél operaba con el concepto del hombre, éste queda obsesionado con la inquietud, con su libertad, con la infinita plasticidad, con los misterios de la personalidad concreta. Todas las determinaciones del individuo que Leibniz había vislumbrado cien años antes, quedan ahora desarrolladas, pero desarrolladas absolutamente, sin ser superadas por la divinidad. El momento señala el desarrollo extremo del ideal y del valor de la personalidad, quizás como reacción al rasero que amenaza en la nueva burguesía filistea. Huelga decir que la idea del individuo romántico no se produce de la noche a la mañana; su elaboración estaba ya en germen en toda la segunda mitad del siglo XVIII.

La nueva individualidad tiene como corolario inmediato el sentimiento de vida interior que la época genera o inventa. La creciente laicización del mundo, la voluntad cada vez mayor de entender al yo dentro de una perspectiva sicológica o filosófica más que teológica, todo apunta a ello. Todo el siglo XVIII se había complacido en los diarios íntimos, en las autobiografías religiosas o eróticas, en las confesiones, en los autorretratos, en los deseos excesivos de ser o parecer honrado o sincero. Y desde el Renacimiento tardío el hombre se había desplazado desde el ágora, la corte o la plaza hacia las cámaras internas, hacia el cuarto privado. Había también desarrollado el reloj y pulido mejor los espejos, mientras que la opinión pública empezaba a hacer su aparición. Todo preparaba entonces los espacios interiores del nuevo individuo, el cual se complacerá en explorarlos minuciosamente y en dar cuenta exacta de los mismos.

El humanismo nacido bajo el signo romántico estará marcado entonces por la importancia que el sujeto se atribuye a sí mismo, importancia que se deriva de sí mismo y no de una instancia externa. Tal importancia le lleva a rechazar toda autoridad externa, y en caso externo, a la agresión en contra de la cultura o la ideología imperante. En efecto, queda invalidada toda vía de salida que proveyera la cultura y la sociedad de entonces. El individuo se ve remitido a su propio yo, como única fuente de valores y de guías. Es un yo que carece de toda justificación racional, pero que, sin embargo, pretende ser una denuncia flagrante de la inautenticidad de la vida circundante. La soledad y la enajenación de la sociedad son, por lo tanto, su corolario ineludible. En tal enajenación, el pecado original se ha desvanecido y también el sueño de la perfectibilidad, aunque no cese la obsesión con la infinita plasticidad. Toda explicación y todo sueño de armonía desaloja la racionalidad y la objetividad y se remite a la experiencia subjetiva, en donde el sujeto puede enseñorearse de todo mediante el sentimiento y la emoción. Es en suma, un individualismo de tipo emocional y aparece montado sobre la creación artística y acaso no muy lejos de la experiencia erótica. Sin duda, la sociedad y la cultura le hacen falta. Si las denuncia y las vitupera, por la naturaleza misma de las cosas, se apoya en ellas para confirmarse a sí mismo en la negación, en la ajenidad de los demás.

En Alemania, las primeras novelas románticas (por ejemplo, las de Jean Paul o las de Ludwig Tieck) dejaban ver ya la incipiente liberación de la subjetividad, pero es en los escritos de Federico Schlegel, de Novalis, de Guillermo von Humboldt (quien quizás provea la idea más clara de la nueva persona), y de Friedrich Schleiermacher donde se ve plasmada esa nueva idea de la individualidad. Las ideas de Schleiermacher que suplen la base metafísico-religiosa de la misma señalan la tendencia fundamental de las de los demás: condena la inmoralidad de la moral de la época (en sus treinta fragmentos del Ateneo), repudia la exclusividad del derecho en las relaciones humanas, aconseja comenzar la vida eterna en la incesante contemplación de sí mismo (final del primero de los Monólogos), resalta la contradicción entre el mundo externo y el interno, mientras que en los últimos monólogos exalta el papel de la voluntad y de la imaginación como medio de salvarse de las garras de la necesidad y del tiempo.

El papel de la literatura en la evolución de la idea del individualismo deja en claro que en ese período es imposible distinguir entre artista e individuo. El artista es el protagonista de dicho individualismo y fue un protagonista que se complació enormemente en hurgar, analizar y describir las peripecias de su trayectoria. No es mera casualidad que la sensibilidad romántica emergiera en las artes (y en especial de la literatura) y en la filosofía. Como tampoco lo es que Hegel limitara su filosofía del espíritu al arte, a la religión y a la filosofía, como si el individuo ya renunciara a la actividad social y política y retuviera la creación como el gran atributo que lo equiparaba al dios, aunque estuviera ya ubicado en su interior. Es verdad que en su sistema la filosofía supera al arte y a la religión, pero si la religión había fallado, en el ambiente emocional de la época, el artista y su obra descollaron como nunca antes. Las metafísicas literarias se ofrecían como verdades trascendentes. Verdades que emergen espontáneamente del reino de lo sublime, de la belleza y de la forma, de las profundidades íntimas del yo, de las energías primitivas y auténticas del ser imaginativo, reaparecido misteriosamente del pasado sumergido y misterioso. Como resultado de esas verdades, tenemos las obras de arte, el fruto más distinguido de la enajenación y de la rebeldía romántica. Y de dicha obra resalta claramente el grado en que la enajenación se hace necesaria a la obra y, a la vez, cómo es necesario superarla. Si el yo artístico ha terminado cuestionándose la vigencia o la realidad del mundo y de los demás, es inevitable que se abra un abismo entre él y ellos.

Sin embargo, lo que lo mueve es el deseo de salvar el abismo. Las soluciones fueron diversas. A veces intensificaron la enajenación, degenerando, a menudo, en el tedio, la desesperación, el cinismo o el nihilismo. Otras veces forzaron al enmascaramiento del yo, otras desembocaron en versiones cuasi apocalípticas y, finalmente, apelaron a menudo al historicismo o al eclecticismo cultural. Pero acaso los momentos más gloriosos de las artes románticas sean aquéllos en que, por un instante, en una visión fugaz (sea del amor, de la naturaleza, de alguna especie de trascendencia) se columbra la unión y la armonía soñadas. Tal fugacidad distingue sobre todo a la música y no es pura casualidad que ésta se convierta en una de las principales artes del período romántico. Después de todo, no hay arte más íntima, más inmediata al yo, más unida al tiempo y las emociones.

Una de aquellas versiones nos la ofrece un poema como el Preludio de William Wordsworth. La idea subyacente es la unión del yo con la naturaleza, pero es una unión que se logra buscando la sensación más original posible. Pero como todas ellas son recordadas (casi todas de la niñez), la unión tiene que darse en la memoria, en el sentimiento pasado por el recuerdo (spots of time). En esa memoria alcanzaremos el sentido de nuestra vida, la clave de nuestra identidad. El poema entonces nos acercará al yo del poeta, un yo que no puede ser sino la memoria de todos sus estadios y de sus sensaciones. Por las imágenes de la memoria el yo poético puede ingresar al paraíso del pasado, un paraíso creado por medio del arte. Con lo cual se establece un nexo indisoluble entre el recuerdo y la felicidad, nexo que, por lo demás, es lo que está en la base de la Recherche de cien años más tarde. Es la misma felicidad que confirma que el yo se ha construido a sí mismo mediante la memoria poética. Tal construcción del yo es el sentido del Preludio. El poeta logra descubrir su vocación literaria, es decir, logra crear su identidad.

Aunque no es ni puede ser tan auténtica como lo es un poema autobiográfico, la figura del héroe byroniano -y no menos la de su creador- resultó la figuración más dramática (o melodramática) y más feliz (a juzgar por la acogida que tuvo) de la idea del individuo en la época. En el fondo, el héroe byroniano proclama la muerte de Dios, y, por lo tanto, la desesperanza y la desesperación. La religión no es una posibilidad; tampoco lo es la naturaleza que se le presenta indiferente o inhumana. Mucho menos la historia, pues el futuro no le ofrece ningún aliciente a estos pesimistas que lo único que quieren es olvidar. Y por lo tanto, le será imposible también el trato con los demás. Son hombres dados a la soledad; en el fondo su ansia de libertad es la forma de huir de los demás -aunque, por otra parte, añoran su compañía y los echan de menos. La única posibilidad de escapar al tedio y a la desilusión está en el movimiento constante, en la búsqueda incesante de panoramas distintos, o bien en la rebeldía misma en contra de las normas que sabe que ya no tienen sentido. Byron desarrolla el tipo de su héroe en poemas como Childe Harold, Manfred, Lara (las estrofas 17-19 del primer canto a menudo han valido como un retrato del mismo Byron), Caín, El Corsario, etc. Junto a tales tipos se desarrolla también la personalidad de Byron como escritor heroico, narcisista y exhibicionista, un tipo de individualismo que habría de cambiar en lo sucesivo la relación del escritor con el lector. Después de todo, Byron es autor también de la popularidad decimonónica del poeta y del artista en general. En la fusión del tipo literario y de la imagen que el escritor crea de sí mismo se perfilan en forma más clara los nuevos réprobos de la tierra. Son desterrados, monstruosos, anacrónicos, extraños, forasteros. Excluidos del respeto y del reconocimiento de los demás, de la familia y del matrimonio, del amor y de la humanidad misma, son los condenados al eterno enigma y a la eterna tortura de hallar en sí mismos su sentido.

En vista de la carga autobiográfica que en el último siglo se ha añadido al personaje literario, tampoco es fácil deslindar el personaje Fausto de la peripecia biográfica de Johann Wolfgang Goethe y de la imagen del autor que resultó de la misma. En la cuestión del individualismo, el problema se agrava, pues el empeño de elaborar en símbolos literarios el proceso de la formación de un individuo superior coincide -aunque es distinguible- con un proceso análogo en la psicología del autor. Ni en el simbolismo literario ni en el terreno biográfico puede decirse que el individuo fáustico o goetheano se identifique con el individuo romántico. Más bien Goethe es esfuerza en crear una enorme síntesis en que se funden elementos idealistas, schillerianos, neoclásicos y románticos y con ellos producir un individuo más moderno que los anteriores, un individuo que de hecho los trasciende y le lega a Occidente una figuración del individuo que de alguna manera todavía nos interesa y nos preocupa.

Claro que dentro de la amplitud -o de la vaguedad- que rodea al término romanticismo no es fácil separar al personaje del aura romántico de la época, sobre todo en los primeros esbozos y tanteos de la obra. Por eso tiene valor romántico su voluntad titánica de alcanzar un sentido de sí mismo y del mundo en que vive. Lo tiene también en su inquietud y esfuerzo incesante, sobre todo en el campo del amor, la ciencia y la acción. Romántica es también la magnitud prometeica de su proyecto, como también la remisión a la fuerza de su personalidad, a pesar de un individuo que aspira a una integridad, una totalidad y una sanidad que no se daban en la época y, en tal sentido, el personaje fáustico representa un punto culminante del humanismo de todos los tiempos. Pero esa ambición de integridad y de totalidad caracterizó también al romanticismo: en la ambición ambos individuos coinciden.

Fausto es, desde luego, uno de los principales momentos en la reflexión goetheana en torno al hombre. Y a juzgar tan sólo por el tiempo que le dedicó al tema (unos cuarenta años) y por las distintas versiones que dio, es el principal. Lo cual quiere decir que, respecto a Ifigenia o a Wilhelm Meister, la fórmula fáustica le debe haber parecido más moderna, más universal o más satisfactoria. Este parece ser también el consenso de sus sucesores pues no hay obra en el corpus goetheano que haya resonado tanto en Alemania o en el mundo, ninguna que haya sembrado tantas inquietudes, ninguna que resulte tan legible y tan actual en el día de hoy.

En efecto, Fausto parece darle a Goethe una posible solución -determinante para el siglo posterior- del conflicto que Werther le planteaba en los últimos años de su juventud. Pues con Werther se señalaba el fin de una era y el fin de una determinada idea del yo, tan desgarrada, tan extraviada que no puede sino llevar al suicidio. Sin embargo, como se suele decir, Goethe sobrevivió a Werther y en el Fausto Werther reaparece (en el monólogo inicial) pero sólo como un momento de desesperación que puede ser superado; no más que una de sus primeras etapas. A su modo, la obra también es una respuesta al problema que representaban Byron y sus héroes. Euforión -quien le simboliza en la segunda parte de la obra- habrá de caer muerto a los pies de sus padres, el germánico Fausto y la neoclásica Elena.

Desde el principio, es palmariamente claro que el protagonista representa el culto absoluto a la vida terrenal. El Prólogo en el cielo permite ver -aunque sólo fuera por la incongruencia que hay entre él y el cuerpo de la obra- que el drama es un drama de la tierra, no del cielo. O sea, que la teodicea, la teología o la metafísica no pueden operar ya sobre nuestras vidas. Al modo kantiano, lo trascendente no puede tener más valor que el de una idea regulativa; no puede operar causalmente sobre el mundo. La división entre lo terreno y lo ultraterreno desaparece porque las figuras sobrenaturales no son más que metáforas -o simples tramoyas- que en el fondo sólo quieren hacer resaltar la gloria del hombre y de este mundo. Tampoco existe la división paulina entre la carne y el espíritu porque Fausto, de entrada, la elimina. La escena Bosque-Caverna invalida la posible intervención de la divinidad que se descuenta desde el Prólogo en el cielo -y la de Mefistófeles- ineficaz en toda la obra- para enfocar la voluntad, la decisión y los actos del individuo. Lo que sucede entre Fausto y Margarita es querido y causado por el protagonista no porque así lo planee Mefistófeles o la divinidad. La autoridad religiosa y la redención cristiana rigen para el alma simple de Margarita, pero no tendría sentido juzgar a Fausto por los mismos criterios. Ni siquiera la transformación de la sensualidad de Margarita en pasión redentora tiene sentido trascendente, a pesar de la verdadera tramoya cristiana con que termina la segunda parte de la obra.

El monólogo inicial presenta, en pocas páginas el curso del afán de vida fáustica. Fausto pretende disfrutar de todo lo que la humanidad ha producido y lo quiere hacer sin freno y sin tregua. Las distintas etapas de dicho frenesí vital se conciben como otros tantos ensayos (o tentativas) que pueden ser o bien momentos de la vida del protagonista o bien de la vida de la humanidad: ciencia -con lo que empieza la obra-, magia, desesperación, la tentación del Nuevo Testamento (el Verbo). En todas ellas se advierte que si bien Fausto ha superado la escisión del alma entre lo terrenal y lo sobrenatural, sobreviene una escisión que se formula claramente a la salida del estudio gótico en la escena Frente a las Puertas de la Ciudad. Una escisión que lo hace a la vez romántico y moderno:

¡Ay! Dos almas residen en mi pecho y una de la otra se quiere separar. La una, en violento amor se agarra al mundo y no se quiere despegar. La otra, por el contrario, se alza de la sombra Y vuela hacia los campos de los excelsos antepasados.

Es la división entre la conciencia y el ser que lleva al esfuerzo (Streben) constante, a la insatisfacción con todo lo presente, pues nada hay que no lleve en sí lo contrario o la contradicción.

La primera escena en el Estudio presenta en forma cuasi teórica la justificación de la revolución del intelecto y de la sensibilidad que ha tenido lugar en las escenas anteriores. Ello sucede principalmente en la interpretación de la primera oración del evangelio de Juan. Y en ella Fausto sustituye el logos original (la palabra) por el sentido (Sinn), por la fuerza (Kraft) y finalmente por la acción (Tat). La substitución a su modo es tan cataclísmica como el Deus omnipotens del Gloria beethoviano. Al mundo se le ha dado una vuelta. Fausto rechaza, de una vez por todas, la versión cristiana del mundo basada en el logos y en su lugar, en el lugar de la Revelación coloca al yo pensante, al yo activo que latía bajo el yo fichteano y el yo idealista en general -un yo que servirá de base a toda la aventura fáustica. De primera instancia es la base del afán de experiencia, una experiencia que es preludiada en el sueño mágico con que termina la escena y que es uno de los fragmentos más sensuales que Goethe haya jamás escrito. Es una experiencia sensual -pero soñada. No muy distinta de todas las experiencias que Mefistófeles le podrá ofrecer en el futuro.

La escena segunda del Estudio empieza la construcción del yo moderno bajo los nuevos principios. Todo tendrá que levantarse sobre el pecho del protagonista, es decir, sobre principios totalmente subjetivos y libres de cualquier tipo de autoridad que no sea la propia. La cuestión tradicional de la salvación del alma queda relegada definitivamente. La salvación de Fausto, que se proclama al final de la obra, señala y reafirma definitivamente el vuelco cósmico que ha tenido lugar. La lucha entre la cosmovisión clásica y cristiana y la moderna ha quedado resuelta, a pesar del dolor que pueda causar la separación de los mundos y de los ideales de su juventud. El mundo que representa Margarita tiene que quedar atrás, aunque la retirada de él requiera víctimas. Pero el nuevo individuo no se puede sujetar a la culpa, al arrepentimiento o a la moral convencional. La marcha hacia delante, hacia el futuro, así lo exige. Lejos quedan los recursos antiguos de Goethe como la tradición o la resignación. Fuera también la tentación casi demoníaca de vivir y contemplar la belleza de la vida a la misma vez, de ser espectador y actor, macrocosmos y microcosmos simultáneamente:

Si una sola vez llego a decir al momento que pasa, ¡Detente! ¡Eres tan hermoso! Podrás entonces atarme con cadenas, Entonces con gusto pereceré. Entonces podrá doblar la campana de los muertos.

Tal es la apuesta que Mefistófeles, desconociendo la naturaleza más íntima de Fausto, acepta. Sin embargo, es uno de los momentos en que el protagonista se nos ofrece más consciente de sus fuerzas y de su ser, el hombre sabe que la inquietud espiritual es lo que lo hace tal, que ésta nunca tendrá fin y que la posesión no tiene sentido en el mundo del espíritu. Además, es esa tensión constante entre las dos almas la que crea el sentido de los valores y del mundo. Ni el yo ni la cultura ni el mundo es algo que se pueda contemplar en reposo o permanencia. El individuo sólo puede hacerse resistiendo la fuerza de Mefistófeles que tienta con el gran espectáculo, con la realidad permanente. La misma inquietud que lo lleva a la apuesta y al pacto (cuyo contenido la obra no se interesa en divulgar -signo de su poca importancia) también le podrá salvar en última instancia.

Si la primera parte trata del amor, del mundo de la idílica y pequeña burguesía, la segunda se referirá, de preferencia, a los modos en que el individuo se afianza en el mundo de la diplomacia, de la alta finanza y de las gestas (die grosse Welt) por medio de la acción. El primer acto se refiere a la gestión teatral y financiera de Fausto en la corte del emperador. Y hacia el final, después de la aventura más sobrehumana de la obra -la bajada al reino de las Madres- será más factible elevar el amor hasta Elena, el símbolo de la belleza clásica y eterna. No ya la mujer deseada naturalmente sino la imagen de la perfección destilada por los siglos de la cultura. Pero Elena no se puede sentir bien en los ambientes góticos, además de que su aparición es obra de Mefistófeles, el principio contrario a ella. Fausto experimentará la dicha de conocerla, pero también el infortunio de saber que en esta época no puede retenerla. Con lo cual el individuo moderno se despide del sueño neohelénico creado por Winckelmann y sus sucesores y cobra conciencia de la realidad histórica en que está sumido. Nicholas Boyle concluye así: El cambio (por lo cual sólo lo transitorio puede ser bello) señala el descubrimiento de Goethe de que, después de todo, hay una región de la experiencia humana que es discontinua con la de la ley natural, pero es una región no de la libertad moral individual sino de la historia trágica y arbitraria. Y esa historia transforma todo, incluso la belleza, en simple recuerdo.

Pero la mayor parte de la segunda parte se refiere a la exaltación de la acción que pretende extender sus beneficios a una humanidad mayor que la de la primera parte. Y lo más alto parece ser la última empresa -notable la limitación de la misma, como si obedeciera al espíritu de la tierra- de crear nuevas tierras secando un brazo de mar. O sea, salir de las angustias del yo y darse cuenta de que la felicidad no puede ser total si en ella no participa también el prójimo. Pero aun la obra de bien supone la destrucción de la choza de los ancianos Filemón y Baucis. Ante la nostalgia de inocencia, ante el dolor de no poder obrar nada sin que perjudique a otros, el titán perece. Pero no antes de que se le aparezca la última tentación de la angustia (Sorge) y el personaje cobre cuenta cabal de que sólo el que se fatiga en su aspiración día a día, hora a hora, merece la libertad, la vida, la individualidad, la personalidad, merece ser llamado hombre y ser digno de redención. Sobre estas últimas escenas del Fausto comenta Georg Lukács: Es su última declaración sobre la posibilidad de la perfección del hombre en este mundo, de una perfección del hombre como personalidad físico-espiritual, de una perfección sobre la base del dominio del mundo exterior, de la elevación de la propia naturaleza a la espiritualidad, a la cultura y a la armonía sin sacrificar su naturalidad.