El ojo del ciclón: Amor y caos en El zoológico de Dios de Pablo Urbanyi

Aunque vive ahora en Ottawa, Pablo Urbanyi es uno de los escritores argentinos de ficción satírica más activos. Desde la publicación de sus primeros cuentos en Buenos Aires en 1972, Urbanyi ha escrito once obras —ocho novelas y tres libros de cuentos—, que han recibido una excelente acogida en Buenos Aires y varios de ellos han sido traducidos al inglés y al francés en Canadá y al húngaro en Europa. A lo largo de su producción literaria, Urbanyi ha mantenido un estilo mordaz y consistente, con una capacidad acertada de manejar problemas societales y existenciales de una manera cómica, original e incisiva. Dentro de la tradición literaria argentina, su obra forma parte de una larga corriente satírica que comenzó en la era gauchesca con autores como Estanislao del Campo y que en el siglo XX ha incluido a Leopoldo Lugones, Leopoldo Marechal, Oliverio Girondo y Julio Cortázar, entre otros.

Urbanyi nació en 1939 en Hungría, donde estuvo durante la Segunda Guerra Mundial. A fines de los cuarenta, la familia quería emigrar; su padre, pensando que el inglés sería demasiado difícil a aprender, insistió en que se fueran a Argentina. Se instalaron en 1949 en Longchamps, un pueblo en las pampas al sur de Buenos Aires, donde el padre armó una modesta fábrica de juguetes. Urbanyi se inscribió varias veces en la Universidad de Buenos Aires, cursando medicina, sicología y física, y luego abandonó los estudios para casarse y hacerse vendedor de alfombras y escritor esporádico. Sus lecturas se orientaron hacia lo satírico en tres ramas literarias: la de lengua española, desde la novela picaresca hasta Roberto Arlt; la de Inglaterra y Estados Unidos (Swift, Poe, Bradbury); y la de Europa del Este, con todo el humor negro de Grimmelshausen (El aventurero Simplex Simplicissimus), Gogol y Hasek (El buen soldado Schweik). Urbanyi todavía habla y lee húngaro, y es un gran aficionado del polaco-argentino Witold Gombrowicz. Finalmente, ya en la treintena, volvió una vez más a la universidad, estudió literatura y trabajó como periodista.

A mediados de los setenta, cuando tuvo lugar el golpe de estado contra Isabel Perón, Urbanyi estaba trabajando como redactor para el suplemento literario de La Opinión, el diario porteño de centroizquierda encabezado por Jacobo Timerman. Decidió salir del país con su familia; eligieron Canadá porque fue el único país donde su mujer, una farmacóloga, podía encontrar trabajo. La emigración a Canadá fue un choque para Urbanyi: a la edad de casi cuarenta años, con éxito como periodista y escritor, se halló de repente aterrizando en un país casi desconocido, con una cultura y un idioma ajenos, que nunca le habían llamado mucho la atención. Visto las enormes diferencias entre los ambientes culturales de Buenos Aires y de Ottawa, decidió dejar el periodismo y dedicarse a la enseñanza del español; un año después, estaba trabajando a tiempo parcial en la Universidad de Ottawa. También continuó escribiendo con energía, sin inmutarse ante el aislamiento de trabajar solo en español en Canadá. Al contrario, con el tiempo, su retraimiento también ha tenido el efecto de hacerse enfocar aun más en su vocación literaria.

Toda su obra temprana —desde su primera colección de cuentos, Noche de revolucionarios (los revolucionarios del cuento del título conversan sobre el marxismo mientras toman whisky y ojean las mujeres en un cóctel de Buenos Aires), pasando por su novela policiaca Un revólver para Mack, la historia de un ex policía porteño que se establece como detective privado bajo el nombre "Mack Hopkins", por los ecos de Raymond Chandler que le da, hasta su parodia burlesca de la vida académica canadiense, la novela En ninguna parte y otras dos colecciones de cuentos— fue marcada por una fuerte dosis de ironía y un gran sentido de humor (desde lo leve hasta lo más negro) que facilitan una crítica aguda y multifacética de la sociedad. En los últimos años, su temática se ha profundizado aún más, sobre todo con SIlver, novela en que un gorila narra las memorias de su vida en Estados Unidos y su vuelta a áfrica para participar en un campo de reeducación para simios maladaptados, y Puesta de sol, la historia conmovedora de una pareja joven que trata de conseguir la eutanasia para su hijo, nacido deformado y monstruoso con la espina bífida, pero que los médicos mantienen vivo para usarlo como cobayo en sus experiencias quirúrgicas clandestinas. En 1999 publicó 2058, en la corte de Eutopía, una obra de fantasía (y hasta cierto punto de ciencia ficción), que se asocia a la tradición literaria del viaje fantástico a un país no descubierto o futuro, en la cual el protagonista, un escritor argentino llamado Danilo, es invitado a participar en el "Gran Festival del Centenario de Eutopía", antiguamente conocido como la Comunidad Europea. Luego, en 2004, salió Una epopea de nuestros tiempos, o Cómo el mundo verdadero acabó conviertiéndose en una fábula, una novela que narra cuarenta y ocho horas en la vida de un inmigrante argentino al Canadá, y que es una fusión o síntesis de las dos temáticas principales de su obra desde que salió de Argentina: la de la lucha contra la adaptación a la sociedad comercializada, y la de la distopía futurista que deshumaniza sistemáticamente a sus ciudadanos. Su último novela, El número 125 (2008), ambientada en Montreal, es una deconstrucción acérbica e irónica de las convenciones de la literatura erótica.

Su penúltima novela, El zoológico de Dios (el título viene de una cita húngara, “Es grande el zoológico de Dios”, que significa “Hay de todo en la viña del Señor”) [1] ., publicada en Buenos Aires por Catálogos en 2006, marca una gira muy particular en su obra. La historia se ambienta durante la Segunda Guerra Mundial en el pueblo de Ipolyság (su nombre en húngaro, Sahy en eslovaco), una pequeña ciudad que encarna las vicisitudes de la vida nacional de Europa Central. Sólo en el siglo XX los habitantes, sin moverse un pelo, han pasado por cinco nacionalidades: han pertenecido al Imperio austro-húngaro, a Checoslovaquia, a Hungría, a Checoslovaquia otra vez, y ahora a Eslovaquia, y eso sin contar las ocupaciones alemana y rusa durante la Segunda Guerra Mundial. El pueblo, abrigado por las colinas al lado del río Ipoly (en húngaro) o Ipel (en eslovaco), es "una pequeña ciudad bilingüe, a húngaros y eslovacos conviviendo amablemente y odiándose en secreto" (10). Como se puede ver, a pesar de la novedosa ubicación de la obra, su única ambientada en Europa, la ironía urbanyiesca —un palimpsesto de cultura húngara (y centroeuropea) y porteña— sigue sin amainar. Sin embargo, esta novela tiene un tono más suave y una visión social más comprensiva que la mayoría de las obras precedentes del autor: la observación acerba está, pero el tono satírico, un rasgo omnipresente en la obra de Urbanyi, es muy modulado. Además, por el fondo catastrófico de los eventos bélicos que transcurren y su enfoque en un grupo relativamente reducido de personajes, se destaca una oposición binaria fundamental filosófica y vital que subyace el texto. Esta dicotomía nunca se anuncia en términos abstractos o secos, sino que se refuerza y se ilustra imperceptiblemente por la acumulación, capa tras capa, de imágenes y símbolos.

La trama de la novela es la historia de la niñez de Fénix de Jacobowicz, hijo de una familia de la burguesía local húngara, desde su nacimiento varios años antes de la guerra hasta su huida al Occidente con sus padres a finales de los años cuarenta. El narrador heterodiegético, que nunca dice definitivamente si es Fénix o no (pero que tiene que serlo), cuenta la historia en tercera persona. Es evidente por las referencias a su vida posterior que ha vivido en Argentina, aunque una vez menciona un país lejano nevado también; vuelve a rememorar la ciudad, los personajes y los eventos traumáticos de la guerra por la añoranza y la nostalgia, pero también menciona que regresó “treinta y cinco o cuarenta años más tarde” (161) para visitar la tumba de su primera amante y “hasta cincuenta años más adelante” cuando volvió aparentemente por segunda vez a buscar “los tesoros ocultos por su madre” (95). Urbanyi, quien siempre ha sido un maestro en el manejo de estratos movedizos de narración, a menudo con juegos de ambigüedad, aquí logra mantener el enfoque en la historia del joven mientras también establece una relación de ternura y desesperanza entre el joven e inocente Fénix narrado y el anciano (posiblemente Fénix) narrador, desilusionado y desafectado por la vida, pero que renace (como indica su nombre) cuando vuelve a esta lejana realidad.

Fénix, que supuestamente recibió su nombre porque nació “en los albores” de la Segunda Guerra Mundial, que sus padres creían “un nuevo renacimiento de la humanidad, en el que la tecnología, la medicina y otras ciencias [darían] un gran paso” (9), vive en un mundo desprovisto de amor, con padres de clase altra húngara que tienen una vida afectiva nula. La madre es una materialista empedernida que desprecia a los de clase inferior, aunque sabe manejar los bienes agrícolas con la astucia de una campesina; se descarga la rabia y el odio que siente por su marido mujeriego en su hijo, que trata con una frialdad absoluta, salvo cachetadas y castigos sádicos, entre ellos el de permanecerse a rodillas descubiertas sobre un suelo cubierto de granos de maíz. El padre, que se dice comunista, se salva de la casa, pasando el día dirigiendo su fábrica de objetos artesanales o en el Casino, entreteniéndose con prostitutas; es incapaz de mostrarle afección emotiva o física a su hijo, y al estallar la guerra se fuga del pueblo supuestamente para juntarse a la guerrilla (aunque la madre no lo cree).

Abandonado así por sus padres naturales, el pequeño Fénix se refugia en el amor y el calor (muy humano y físico esta vez) de la joven Judit, la hija de la familia campesina que vive atrás de su mansión y que cuida los animales y la huerta. Ella trabaja como sirvienta en la casa grande y la madre le encarga con cuidarle a su hijo. Ignorados por la madre, los dos jóvenes desarrollan un tipo de amor bastante particular, una mezcla de amistad, hermandad, maternidad y pasión a la vez ingenua y extremadamente sensual —”una relación fusional [...] incalificable”, según la crítica María Cristina Madero [2] .—, en que Fénix realiza un anhelo generalmente negado a los hombres: la posibilidad de amar a una mujer como niñera, amiga, hermana y madre a la vez, la realización —de cierta manera— del sueño edípico. Poco a poco, en un lento crescendo de exploraciones y descubrimientos sexuales, los dos jóvenes se dan a la pasión edénica sin darse cuenta de su progresión ni declarar sus sentimientos, desde los primeros juegos al escondite en que Fénix se refugia bajo las faldas de la joven, que nunca lleva ropa interior, y explora la cueva de "la mata de tréboles" con todos sus sentidos, hasta el amor que hacen durante las noches de guerra y bombardeo pasadas en el sótano. Durante toda la época de la guerra, desde la primera aparición de las tropas húngaras que recuperan la ciudad para Hungría, seguida por la llegada de los nazis prolijitos y entusiasmados que avanzan cantando hacia el este con su equipo flamante (para volver unos años después ensangrentados, pavorizados y andrajosos) —y que sacan a los judíos del pueblo (entre ellos el mejor amigo de Fénix) para enviarles a un destino desconocido—, hasta la reconquista de la ciudad por los rusos, el amor de Fénix y Judit sigue creciendo, abrigándoles hasta cierto punto del terror que los circunda, hasta la muerte súbita de Judith cuando pisa una mina antipersonal, un accidente muy actual.

A través de la descripción realista pero cariñosa de la pequeña ciudad, de la naturaleza que la rodea y de sus habitantes típicos o excéntricos, Ipolyság se transforma en uno de los personajes principales de la historia, un conjunto de seres que tiene su propia energía vital y que logra supervivir al desastre monstruoso de la guerra, aunque ésta también lo involucra en su maldad. Las primeras páginas, en particular, son un retrato lírico e irónico del pueblo y de la región, hecho aun más nostálgico por el hecho de que este período de aislamiento y coherencia local ya casi haya desaparecido, sobre todo para Fénix, que se fue a vivir a la lejana Argentina y que sólo volvió cuando casi todos los que había conocido ya se habían muerto. A pesar de encontrarse a menos de cien kilómetros de Budapest, Ipolyság vive en una gran autonomía, igual que en los siglos pasados, lejos del mundanal ruido (y muy cerca de sus propias intrigas), igual que los pueblos de Thomas Hardy, sin invenciones del realismo mágico (aunque a menudo con el recurso de invocación de fuentes ajenas, tales como “Algunos cuentan”, como señala el crítico Fernando Veas [3] .), porque la traumática historia centroeuropea ya es suficientemente absurda. Es una visión retrospectiva de un mundo perdido, rememorado desde un punto muy distinto en el tiempo y el espacio por alguien que ya indudablemente la recuerda con muchos desvíos e imprecisiones. Es también de gran interés el hecho de que el Nuevo Mundo desde el cual se vuelve a mirar esta experiencia sumamente europea y preinmigratoria sea argentina y latinoamericana en vez de norteamericana, con una visión de cierto humanismo fracturado en vez de un triunfalismo esencialista, y que el protagonista tenga una formación y perspectiva sudamericanas.

A pesar de contar la historia individual y colectiva de una de las épocas más difíciles de la historia europea, la novela es fundamentalmente una historia de amor. Durante todo el libro se mantiene una dicotomía sutil entre la embriaguez inocente del amor de Fénix y Judit y las condiciones espeluznantes de la guerra, una contradicción hermosamente retratada en la escena de amor y tranquilidad de la noche de Navidad, en que Fénix recibe un tren eléctrico y pasa su primera noche con Judit, mientras ven una tormenta extrañísima para esta época del año, con relámpagos y truenos, que resulta ser una batalla lejana del avance ruso y una premonición de la destrucción y la muerte que están a punto de caer sobre el pueblo a medida que el ciclón del frente se acerca. Con gran perspicacia, Fénix llega a reconocer el silencio prenatural que se instala justo antes de que estalle una batalla o acto de violencia terrible. De la misma manera de que Judit reemplaza a su madre afectivamente ausente (y llega a representar, por extensión, la naturaleza protectora), el capitán Vorosoff, el oficial ruso que se instala en un cuarto de la casa de la familia Jacobowicz cuando el Ejército Rojo toma la ciudad, también desempeña el papel de padre para el niño con una ternura sincera y rugosa, incluso después de la vuelta de éste. Los rusos, que todos temían, se revelan seres más bien simpáticos, con mucho cariño por los niños y cierto gusto por compartir, emotiva y políticamente, sus sentimientos, depresiones, risa o alcohol. Despiadados con los nazis y a menudo anárquicos en su organización, los rusos comparten los mismos rasgos lingüísticos que los eslovacos (se pueden comprender mutuamente) y un espíritu eslavo en común que se diferencia del materialismo taimado de los padres húngaros de Fénix y por supuesto del gusto al orden obsesivo de los alemanes. Pero son los padres los que se dan cuenta del estado policía que se instala tranquilamente en la posguerra y que toman las medidas apropiadas para fugarse a otro mundo que tolere mejor la ambición individual, rechazando el estancamiento del mundo de Ipolyság y arrancando a su hijo de los vínculos familiares (como el amor al abuelo) y comunales de su medio. Se siente que Fénix —aunque eventualmente renazca de las cenizas— nunca encontrará un amor tan completo e inclusivo como el que le brindaba Judit, ni un terror tan espantoso como el de la guerra. El nuevo mundo al que se escapa tendrá otros problemas y retos, pero no ofrecerá un zoológico de Dios de forma tan microcósmica, intensa y cohesiva.

Efectivamente, a pesar de las motivaciones ambiguas, decisiones equivocadas y moralidad dudosa que caracterizan la época de la guerra, una estructura binaria, casi antagónica, subyace el libro, rica en simbolismo. Básicamente, se enfrentan lo natural y espontáneo con lo artificial y ladino, la belleza del campo con las artimañas de la ciudad, la vida sencilla de las clases populares con la hipocresía de los ricos, la emoción eslava con la precisión alemana, el calor humano de Fénix y Judit en el sótano durante los bombardeos con el frío y terror de una guerra sin cuartel en el exterior, los cuentos de hadas y la fantasía compartida por los jóvenes con la historia de victorias pírricas y limpiezas finales de la guerra, el amor y la ternura humana con el egoísmo y el interés propio, lo telúrico —el personaje del “loco de la colina” injustamente acusado de piromanía— con la crueldad burocrática del sistema legal que lo condena y lo ejecuta. Debajo de esta capa de dicotomías yace otra, aún más básica, en que se oponen lo difuso, lo indefinido y lo sentido a lo intelectualizado, lo fijado y lo racionalizado. Es de esa manera que el amor entre Fénix y Judit, tan ambigua y hasta amorfa, con su absoluta inmanencia en el presente eterno, casi sin palabras y ciertamente sin diferenciación entre sentimiento, intimidad y deseo sexual (lo que la crítica Maryse Renaud llama los “enclaves líricos audaces y púdicos a la vez” [4] .), se transforma en el tema central del libro, mientras los eventos épicos y mundo exterior, con sus conflictos entre naciones, ideologías, tecnologías, ejércitos y clases terminan siendo nada más que el fondo de la historia de los dos jóvenes. “¿Sería verano o fines? No importa ni en el recuerdo” (33), reflexiona el narrador. Tal vez sea que el hecatombe de la guerra haya empujado a los jóvenes a esta trascendencia erótica a través de su sed de amor, la única fuerza que les permite sobrevivir al caos.

El medio que realza el carácter dicotómico del libro y que vehicula su profundidad y evita que pase por la abstracción o el distanciamiento cerebral es el simbolismo, que el autor enriquece con un flujo de imágenes precisamente elaboradas. Para empezar, los nombres de Fénix y Judit personifican sus destinos respectivos: el niño que renace de las llamas de la guerra y la joven que lo protege decapitando a los peligros engendrados por los hombres. Además, Judit se asocia casi únicamente con imágenes de la naturaleza y lo telúrico: su familia es el intermediario entre la producción de los comestibles vegetales y animales y su consumo por la familia Jacobowicz y la sociedad urbana; se libera en los bosques y prados, donde salta de un lado al otro por encima del niño, permitiéndolo ver su desnudez bajo sus polleras; las metáforas que describen su cuerpo son de plantas (“ese perfume de violetas salvajes del bosque, a trébol, a pasto húmedo” (22)) y el mundo natural de animales, pájaros y cavernas: una “Venus campesina”, como observa Maryse Renaud [5] . Sus padres y hermanos son destruidos por una bomba anónima que podría ser tanto alemana como rusa; y la posición de su familia en el rango más bajo de la escalera social la condena a ser enterrada con sólo una cruz de madera que rápidamente se borra en una parte del cementerio en que los ataúdes se desintegran tan velozmente que dejan huecos que se hunden sobre sí mismos, mientras que la tierra literalmente devora los cuerpos.

En un nivel aún más maniqueo, el lugar donde Judit y Fénix crean un nuevo edén en la oscuridad es el sótano del palacio, donde la familia se refugia de los bombardeos: es decir, se esconden dentro de la tierra abrigadora e íntima (la materia) para protegerse contra las invenciones mortíferas que caen del aire (lo cerebral malogrado) del mundo exterior. Los agentes de la civilización, sobre todo la madre de Fénix, tan cruel con su hijo y siempre preocupada con el estado de sus posesiones en vez de la gente, y el oficial alemán que se aloja en su casa durante el avance de sus tropas hacia el este, se preocupan patológicamente por la limpieza y por la imposición de una orden malsana sobre la naturaleza. El alemán, sobre todo, se obsesiona con el cuidado de la planta más grande del interior de la casa, lavando cada hoja todos los días y apocando los brotes secos, mientras sus tropas limpian la ciudad de opositores y judíos. Hasta los rusos, mucho más dados a las emociones, el desorden y la espontaneidad, al llegar de contraataque, a su vez limpian los alemanes de la ciudad, fusillando a todos que se rinden, acompañados por la música de los órganos de Stalin. El Loco de la Colina, un inocentón retardado que personifica la fertilidad milenaria del campo y que va hacia la muerte aferrzándose a la flor de su sombrero, es acusado de haber incendiado los prados tras una conflagración causada por los niños que juegan con la pólvora de los obuses. Aunque es el final de la guerra, el desgraciado es ahorcado públicamente, mostrando así hasta qué punto la deshumanización y la violencia de la guerra han contagiado al pueblo, cortando sus lazos tradicionales con la tierra.

Otros símbolos proliferan: el padre de Fénix se arregla interminablemente en el espejo antes de ir al Casino y el burdel, sin nunca ocuparse del hijo que lo mira; el capitán Vorosoff (que nunca se mira en el espejo) le regala al padre de Fénix una gran cantidad de piedras de encendedor (como Prometeo) con la cual el padre comienza a acumular una nueva fortuna; el padre también trae a casa un baúl de soldado estadounidense, que contiene un microcosmos de todas las maravillas de la sociedad del consumo; y poco antes de quitar el pueblo clandestinamente con sus padres, Fénix consume su primera naranja (símbolo de los trópicos sudamericanos donde terminará). Fénix recibe un tren eléctrico, que viene con túnel desmontable, para Navidad, la misma noche en que se presencia a un bombardeo y que logra hace el amor con Judit. Este mismo tren, tanto un símbolo fálico como un emblema de viaje y libertad, se pierde luego y reaparece cuando el capitán Vorosoff es alojado en la casa: en un acto de codicia por ambas partes, Fénix lo trueca con el capitán por una pistola, que luego echa al río con disgusto y con un sentimiento de autotraición, sin duda por su asociación con Judit y el intercambio de un símbolo de amor por una de la muerte. En la última escena de la novela, Fénix mira por la ventana del tren que sus padres han tomado para escaparse del país y rememora las imágenes y sentimientos de su vida en el pueblo mientras abraza su locomotora fuertemente “hasta que la sombra del túnel [en las afueras de la ciudad] devoró el último vagón” (172), convirtiendo así el juguete en símbolo de su pasaje real a una nueva vida y encajando perfectamente el micro y macrocosmos de su existencia.

Es a través de este procedimiento sutil e intricadamente sostenido de yuxtaposición y disposición de imágenes que la novela señala las oposiciones profundas y antagónicas que actúan e impulsan los terribles eventos históricos y personales de la época. El amor de Fénix y Judit es el ojo del ciclón de la guerra, mientras el pavoroso Frente del Este se desplaza de un lado al otro de Europa, intensificado por la muerte que lo rodea; Judit perece en la violencia y Fénix queda traumatizado, con la psique cicatrizada. Pero el caos viene del deseo perverso de la humanidad de imponerse sobre el mundo natural que efectivamente tiene su propio orden, basado en el amor, la compasión y la empatía. Cada personaje sigue su destino, impulsado ciegamente por su papel mortífero o benéfico en el drama y por las fuerzas subterráneas que se enfrentan y se manifiestan en los seres humanos que viven la tragedia.

Notas

[1] Veas, Fernando. “El viajero de las estrellas”. Eco Latino, no. 195 (julio 2008) .Regresar

[2] Madero, María Cristina. “El zoológico de Dios, de Pablo Urbanyi: la guerra y la niñez”. Ponencia presentada en el seminario “Epicidad y heroismo” del Centre de recherches latino-américaines de l’Université de Poitiers, Francia, el 14 de noviembre de 2008: págs. 3, 7. Regresar

[3] Veas, Fernando. “El viajero de las estrellas”. Eco Latino, no. 195 (julio 2008) .Regresar

[4] Renaud, Maryse. “El zoológico de Dios: un nuevo asedio al tema erótico”. Scribd. .Regresar

[5] Renaud, Maryse. “El zoológico de Dios: un nuevo asedio al tema erótico”. Scribd. .Regresar

Bibliografía

HAZELTON, Hugh. “The Satirical Vision of Pablo Urbanyi”. Latinocanadá: A Critical Study of Ten Latin American Writers of Canada. Montreal y Kingston, Ontario: McGill-Queen’s U P, 2007. 190-213.

LORENZIN, María Elena. El humor como resolución de lo imposible en la obra de Pablo Urbanyi. Madrid: Pliegos, 2007.

URBANYI, Pablo. El zoológico de Dios. Buenos Aires: Catálogos, 2006.