En la obra de Roberto Arturo Menéndez, La ira del cordero (1958), -galardonada con el Primer Premio República De El Salvador, Certamen Nacional de Cultura en 1958, y publicada en 1959 por el Ministerio de Cultura- asistimos a una especie de puesta en escena de lo que ya Erminio G. Neglia ha estudiado en su libro de 1975, Aspectos del teatro moderno hispanoamericano, como escenificación del fluir de la conciencia, aquél en el cual el espectador observa la puesta en escena de los pensamientos de un personaje. Esto, también, está cerca de la dramática de la introspección como la proponía el poeta uruguayo Carlos Sabat Ercasty, en la cual el escenario se asimila a la mente. En sus propuestas, Sabat Ercasty equipara el edificio del teatro con la conciencia profunda, y el escenario coincide con la memoria retrotraída al pasado y donde convergen los seres de la tragedia: “Así somos lo otro, lo que ya no es el ser realizándose, sino contemplándose con una curiosidad llena de angustia […]” (15). Neglia, por su parte, vincula cierto corpus del teatro hispanoamericano con la búsqueda de lo onírico y de la subconciencia, herencia obvia del surrealismo y del fluir de la conciencia. En su artículo titulado “La escenificación del fluir psíquico en el teatro hispanoamericano”, afirma que es un teatro “[…] preocupado por el tema de la personalidad y su despliegue en sensaciones que pasan por las orillas de la conciencia y que crean en la escena una atmósfera alucinante de pesadilla” (1975, 884).
En la puesta en escena del fluir de la conciencia y de los recuerdos en La ira del cordero se mezclan el mundo de la vida con el de la muerte, el mundo de la realidad con el mundo de los recuerdos, de los ensueños y de los tormentos, el problema de la culpabilidad y de la crisis del ser humano en la transición del mundo hacia la inexistencia de los asideros trascendentales. Se trata, sobre todo, de la “culpa moral” y de la “culpa metafísica” a las cuales se refería Karl Jaspers en 1965 al enfrentarse con el problema de los alemanes frente a la responsabilidad por el asunto bélico más importantes del siglo XX. Para Jaspers, la culpa tiene mayor importancia para la existencia en el proceso interior, donde el ser humano tiene que enfrentarse consigo mismo. Dentro de los cuatro tipos de culpa, según Jaspers, la “culpa moral” implica la responsabilidad del individuo y el enjuiciamiento donde la instancia es la propia conciencia (53). Este aspecto de la culpa moral coincide con las propuestas de Martin Buber. Siguiendo a Heidegger, Buber plantea que la Existencia misma es culpable, porque no se logra ella misma, porque permanece estancada en lo general y no trae a ser al yo genuino, el uno mismo del ser humano. La Existencia, como la voz de la conciencia de María en La ira del cordero, llama al yo para que recuerde lo que debió haber sido, y así recuperar la autenticidad de la existencia:
La Existencia misma es la que llama. “La Existencia se llama a sí misma en la conciencia” La Existencia que no ha llegado a ser “ella misma” por deficiencia (deuda, culpa) de la Existencia, se llama a sí misma, da voces para que recuerde al “mismo”, para que se libere para poder llegar a ser “uno mismo” pasando de la “inautenticidad” a “la autenticidad” de la Existencia”. (Buber 90)
La angustia, como en el caso de María, surge del enfrentamiento del ser con el yo diferente de lo que debería haber sido. La culpa, para Buber, irrumpe en el momento en que al llamado de la conciencia, de la Existencia, al “¿Dónde estás?”, no se puede responder desde el estar ahí, desde la autenticidad. María, en La ira del cordero, reconoce su inautenticidad, y el llamado de su conciencia, que corresponde al llamado de Yahvé a Adán (al “¿Dónde estás?”), produce el reconocimiento de la vergüenza, del pecado, de la culpa, en línea directa del existencialismo de Kierkegaard y de los planteamientos de Buber:
La culpabilidad primordial es ese quedarse-uno-en-sí. […] “¿Dónde estabas?” Esta es la voz de la conciencia. No es mi Existencia la que me llama sino el ser, que no soy yo, es quien me llama. Pero ya no puedo responder sino a la figura próxima; la que habló ya no es alcanzable. (91)
Por otro lado, Jaspers se refiere a la “culpa metafísica”, aquella que es extensiva a la raza humana, a la solidaridad entre los seres que hace culpable a quien permita un crimen sin intentar evitarlo: “Que yo siga viviendo una vez que han sucedido tales cosas es algo que me grava con una culpa imborrable” (54). En este caso, la instancia es Dios. El propósito de Jaspers con su libro El problema de la culpa, esbozado en 1945, es la autorreflexión y el encuentro de la dignidad por medio del reconocimiento de la culpa, y el filósofo apuntaba a la responsabilidad humana. Este es el tema que plantea, también, la obra que nos ocupa, y arraiga, en buena medida, en la filosofía de Kierkegaard, para quien la existencia se desarrolla como un estar ante Dios, en un reconocimiento de la condición pecaminosa del ser humano. Por otro lado, Menéndez se vale de un diálogo continuo y hasta de una metamorfosis de la historia de Caín y Abel con una auto-conciencia reflexiva de la culpabilidad en relación con la crisis apocalíptica de la divinidad, cerca de la idea del súper-hombre de Federico Nietzsche, es decir: la posibilidad de que el ser humano exista sin los asideros trascendentales, sin los dioses.
En la obra de Menéndez, fragmentos del Génesis se reescriben junto con fragmentos del Apocalipsis y nos acercan a una modulación existencialista desde el punto de vista de la libertad sartreana en la cual los padres, María y Andrés, cobran conciencia de la culpabilidad de Dios en el asesinato de Abel por parte de su hermano; pero esto implica, a su vez, la culpabilidad de María, la “culpa moral” y la “culpa metafísica” como las han referido Heidegger, Jaspers y Buber. En ese sentido, en la obra se desarrolla la tragedia de Andrés y María, víctimas de la ideología de carácter político y religioso que surge de la reiteración inconsciente de la irracional predilección de Yahvé por Adán en el Génesis, que se convierte en la convicción obstinada de Andrés de que los padres deben criar con mayor amor al hijo que se comporta de una forma indeseada. La tragedia de María implica ambos tipos de culpabilidad y el reconocimiento de su idea errónea en cuanto al destino que los mismos seres humanos se fraguan.
Al exponer su defensa del existencialismo, Jean-Paul Sartre destacaba la importancia de la posibilidad de elección que el “humanismo” dejaba al ser humano. De ahí, según Sartre, surgen el temor y las críticas, tanto de comunistas como de católicos, a una “escuela” o filosofía que según ellos, en el fondo, exponía la desolación, la penumbra en la cual se encuentra el ser humano. La posibilidad de elección del existencialismo lleva al planteamiento de la libertad entendida como uno de los problemas más apremiantes de la vida humana. Es ella la que compromete al ser humano en tanto que ser distinto de los demás entes; y es ella la que desemboca en la definición del ser entendido como quien se hace a sí mismo mediante sus decisiones y sus actos. Así, la libertad se esgrime como autodeterminación, como posibilidad de elección y como acto de la voluntad.
Este concepto de la libertad, arranca, en buena medida, de la distinción, primero, entre dos tipos de existencialismo, y, segundo, de la oposición a la tradicional concepción del ser humano en relación con su naturaleza y con la creación divina. En la primera de las consideraciones, Sartre distingue entre un existencialismo cristiano (Karl Jaspers y Gabriel Marcel), y un existencialismo ateo (Heidegger y Sartre). No obstante, lo que poseen en común ambos existencialismos es el postulado de que la existencia precede a la esencia, es decir, que hay que partir de la subjetividad. Como su existencialismo es ateo, elimina la creación del ser humano en manos de un dios demiurgo y la “naturaleza” que debería existir en cualquier ser humano, como se desprende de la filosofía tradicional, sobre todo de las doctrinas de Descartes y Leibniz. Después de éstos, a partir del ateísmo filosófico del siglo XVIII, se elimina la creación, pero continúa vigente la idea de que la esencia precede a la existencia, como se nota en la filosofía de Diderot, Voltaire y Kant. Para ellos, todavía, el ser humano es poseedor de una naturaleza, de un concepto humano. El existencialismo, para Sartre, propone todo lo contrario: la existencia precede a la esencia, el ser humano comienza por existir, surge en el mundo y, después, se define. El ser humano será después de existir, y será como él mismo se haya hecho. De ahí, el gran problema de la libertad:
El hombre es el único que no sólo es tal como se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Este es el primer principio del existencialismo. Es también lo que se llama la subjetividad. (33-34)
Esta propuesta existencialista nos lleva al planteamiento de que el ser humano es responsable de lo que es, pues hay en sus actos, sobre todo en su “querer”, una decisión consciente: “Así el primer paso del existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo que es, y asentar sobre él la responsabilidad total de su existencia” (34). Más aún, la responsabilidad de la libertad del ser humano, al elegir su ser, es un compromiso con la esencia del ser humano total. Y de ahí el peligro de la libertad humana: “Y cuando decimos que el hombre es responsable de sí mismo, no queremos decir que el hombre es responsable de su estricta individualidad, sino que es responsable de todos los hombres” (34). De ese modo, el ser humano se convierte en creador de la esencia del ser y, por lo tanto, se compromete con el resto de los seres humanos. Lo que creamos en nuestra subjetividad es una imagen, la esencia: “[…] no hay ninguno de nuestros actos que al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser” (35).
Esa responsabilidad que en la libertad el ser humano asume en relación con la esencia es lo que, según Sartre, lleva a la angustia existencial, al desamparo, a la desesperación. La angustia surge de la conciencia y la aceptación de las repercusiones que desenvuelve la libertad. Y, para Sartre, se trata de lo que ya Sören Kierkegaard había llamado la “angustia de Abraham”, la angustia que aparece bajo una máscara, producto de la “mala fe” de quien niega la posibilidad de que todo el mundo responda a la esencia que ha elegido. Por otro lado, el “desamparo”, término caro a Heidegger, y que para Sartre implica la inexistencia de Dios, parece venirle de la máxima de Dostoievski: si Dios no existiera, todo estaría permitido. Sartre afirma que ése es el punto de partida del existencialismo. Como Dios no existe y todo está permitido, el ser humano se encuentra abandonado, sin posibilidades de aferrarse a nada; no hay determinismos y el ser humano es libertad. Por lo tanto, no hay justificaciones ni excusas, y el ser humano está solo, condenado a ser libre: “Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace” (40). En conclusión, el desamparo surge de las elecciones y va unido con la angustia; el ser humano sólo cuenta con lo que depende de su propia voluntad o con el conjunto de probabilidades que hacen posible su acción: “[…] el hombre no es nada más que su proyecto, no existe más que en la medida en que se realiza, no es por lo tanto más que el conjunto de sus actos, nada más que su vida” (49).
Estas propuestas existencialistas sartreanas acerca de la libertad, la esencia, la angustia y el desamparo resultan idóneas para alumbrar el texto de Roberto Arturo Menéndez, sobre todo en cuanto a la reiteración de las predilecciones de Dios, convertidas en ideología, y en las acciones de los seres humanos. Sin embargo, todavía no estamos en la ausencia total de Dios, sino en el proceso de su crisis en las mentes de los personajes. Las reescrituras de fragmentos del Génesis y del Apocalipsis se van desarrollando en los parlamentos de los personajes trágicos, Andrés y María, en relación con el comportamiento de sus hijos, Adán y Saúl. Este último lleva el nombre de uno de los reyes de Israel, pero en el fondo son Abel y Caín, con toda la significación del bien y del mal que asumen en la Biblia. En el fondo, la obra presenta el conflicto de los padres en la inconsciencia o falta de control al criar a sus hijos; pero Menéndez trabaja su propuesta cerca del concepto de la “culpa heredada” griega, que podría asimilarse al “pecado original” judeocristiano. Existe en ambos conceptos la inevitable herencia de una falta que se reitera y se purga. En La ira del Cordero, la culpa metafísica de Dios se reitera en la culpa de ambos padres. Se trata de la herencia ideológica que Andrés y María han recibido de Yahvé, ante el cual se presentan Caín y Abel en el capítulo cuarto del Génesis, específicamente cuando ambos hermanos ofrecen una oblación de sus primicias: Caín, siendo labrador, ofrenda los frutos de la tierra; mientras Abel, siendo pastor, ofrenda los primogénitos de sus rebaños y la grasa de éstos en sacrificio. Como dios volcánico de los madianitas, en un principio, Yahvé es más propicio hacia los sacrificios del rebaño, pues es, además, en el caso de los hebreos, dios de un pueblo ganadero, por lo cual le agradó más el sacrificio de Abel. Caín decide matar a su hermano, y de ahí su gran pecado y su postrera maldición: “Aunque labres el suelo, no te dará más su fruto. Vagabundo y errante serás en la tierra” (Biblia de Jerusalem 18). Perteneciente a las tradiciones yahvistas y referente a los orígenes de los cainitas o quenitas, el relato supone una civilización ya desarrollada, que privilegia la ganadería sobre la agricultura. La explicación que ofrece la Biblia de Jerusalem resulta esclarecedora: “Trasladado a los orígenes de la humanidad adquiere un alcance general: Caín y Abel se hallan en el origen de dos modos de vida, el agricultor sedentario y el pastor nómada” (18).
Ahora bien, hay detrás de la preferencia de Yahvé por la oblación de Abel lo que Terry Eagleton define como “ideología”. Para Eagleton, la ideología persuade a los seres humanos a confundirse con dioses o con sabandijas, de tal manera que “[…] las ideas son aquello por lo que muchos hombres y mujeres viven y, en ocasiones, por lo que mueren” (15). Cerca del problema de lo trágico, la ideología está vinculada, para Eagleton, con la forma en que los seres humanos pueden llegar a invertir en su propia infelicidad. Por otro lado, Eagleton destaca dos tradiciones en la significación del término “ideología”. Una que arranca, en buena medida, de Hegel y Marx hasta llegar de Lukács, y que se ha interesado más por las nociones de lo falso y de lo verdadero, por la noción de ideología como ilusión, como distorsión y mistificación; y otra menos epistemológica que sociológica y que se interesa más por la función de la idea dentro de la vida social que por su realidad o irrealidad. Además, Eagleton explica que la ideología parece hacer referencia no sólo a sistemas de creencias, sino al poder, a la legitimación del poder de un grupo o clase social dominante, cerca de la cosmovisión o “visión de mundo” a la cual se refería Lucien Goldmann: “[…] podría ser útil ponderar la sugerencia de que el discurso ideológico suele mostrar una cierta relación entre proposiciones empíricas y lo que más o menos denominamos una «visión de mundo», en la que la última lleva ventaja a la primera” (45).
Al revisar las ideas de Louis Althusser, Eagleton destaca que la ideología expresa un deseo, una esperanza, una nostalgia, más que la representación de la realidad, que es más cuestión de aprensión y de denuncia, de reverencia, y que parece que describiera la forma de ser realmente las cosas. Para Eagleton, esa apariencia se asemeja al lenguaje performativo que planteaba el filósofo J. L. Austin: “[…] pertenece a la clase de actos de habla que hacen algo (maldecir, persuadir, celebrar y así sucesivamente) más que al discurso de la descripción” (41).
Resulta importante para el análisis de la obra de Menéndez la afirmación de Eagleton en relación con el poder de la ideología sobre el individuo y las posibilidades funestas que pueden desembocar en el suicidio o en el asesinato, como son los casos de Andrés y Adán en la obra de Menéndez: “Aparece, a menudo, como un cajón de sastre de refranes y citas impersonales y sin sujeto; pero estos tópicos deslavazados están profundamente entrelazados con las raíces de nuestra identidad personal que nos empujan de vez en cuando al asesinato o al martirio” (42).
En La ira del Cordero, el episodio del Génesis se superpone a la relación de Andrés y María con sus hijos, y será la tónica principal que desencadene la apocalíptica “ira del Cordero” del título de la obra, que recupera un pasaje del Apocalipsis de Juan, el Teólogo. En las transformaciones de los personajes, tanto de los padres como de los hijos, la ideología heredada del Génesis, que ha regido la formación tanto de Andrés como de Abel y Saúl, culmina en la muerte (o suicidio) como una forma de solución a la tragedia, como una especie de impotencia ante lo inevitable, ante la muerte reiterada de Abel a manos de Caín, ahora transformada en la muerte de Saúl a manos de Abel. La obra de Menéndez propone, además del problema de la culpa, del destino y del súper-hombre, una revisión de la ideología arcaica del Génesis que se problematiza en la preferencia del padre por uno de los hijos, cuando debería amarlos a todos de la misma manera. En las primeras acotaciones sobre los escenarios, se establece que el público estará ante una tragedia, la de Andrés y María, y todos los demás (lo cual debe entenderse como los demás personajes y los espectadores) son testigos del “dolor” que se desencadena precisamente cuando Adán mata a Saúl. No obstante, esa catarsis que se desarrolla en el escenario es el resultado de la libertad de los padres, y la angustia surge de la responsabilidad que María le reclama a su esposo por haber reiterado la misma actitud errónea del dios madianita y, posteriormente, hebreo.
Al levantarse el telón, Andrés recibe la noticia de la muerte de Saúl, su hijo preferido, a manos de Adán. La iluminación muestra con el color súbito de una luz roja el momento de tensión y de muerte, que contrastará, posteriormente, con la luz azul en el momento de la vida y de la alegría en las reminiscencias de María que se llevarán a cabo como parte del teatro de la introspección. Al percatarse de los resultados de la educación que ha ofrecido a sus hijos, y, sobre todo, de la forma en que ha privilegiado a uno sobre el otro, como lo había hecho Yahvé con Caín y Abel, Andrés sufre una trombosis y muere. Para Andrés, esto representa la manifestación apocalíptica de la “ira del Cordero”, el reconocimiento de su ser y las consecuencias de su libertad, en términos sartreanos, igual que sucederá en la esquizofrenia posterior de María que se lleva a escena en el último acto, donde no estamos ante la historia, ante la verdad de la vida de Andrés, sino ante el deseo de reivindicación en la mente atormentada de María. De ahí, que la culpa se resuelva similar a la angustia y al desamparo a los cuales Sartre se refería en El existencialismo es un humanismo. Andrés asume la culpa de Adán y afirma que quien ha matado ha sido él y no su hijo; reconoce su falta como mal padre. Sin embargo, María, quien había intentado cambiar el comportamiento de Andrés frente a sus hijos, lo interpreta como una especie de suicidio, como una decisión para escapar de lo trágico, dejándola en una soledad sin límites: “¡Vamos, no huyas! ¡Cobarde! ¡Los pollos están alborotados… y el gallo se suicida!” (32).
Ante esta desolación, la resolución de María se convierte en una forma de resurrección que expone las reminiscencias de la vida cuando Andrés y María todavía estaban a tiempo para reivindicar su comportamiento respecto de Adán y Saúl. El teatro de la introspección se desarrolla como la oposición de María a que Andrés viva nuevamente su tragedia, su vida. Con una luz azul como contraste de la luz roja de la muerte, la palabra de María recuerda los vocablos de Jesucristo al resucitar a Lázaro: “¡Levántate!” (33). Se conecta muy bien, así, la escena de los recuerdos con el presente. En la misma escena, el Andrés muerto deberá actuar como si estuviera vivo en el pasado. El espectador asiste a la puesta en escena de los recuerdos de María, pero no ha cambiado la escenografía anterior. De hecho, resulta magistral la transición en la conversación del presente angustiado de María al pasado en que la familia se pasea por el parque “felizmente”.
La dicotomía afuera / adentro, parque / casa, se muestra en función de escenificar los vínculos ideológicos que llevarán a Andrés a la tragedia final. Adán y Saúl son “chicos” de entre dieciocho y veinte años, a pesar de que sus padres los tratan como si fueran niños. Esta infantilización de los hijos adultos es prácticamente un emblema de las relaciones de poder en la familia, y repercute en la preferencia de un espacio sobre el otro, del espacio de la opresión familiar, sobre todo paternal (la casa), frente al de la transigencia maternal (el parque). De hecho, es en la casa donde Adán dará cuentas de sus acciones y no en el parque, frente a la gente. El silencio es aquí negación de la palabra, del derecho de expresión, tanto de Adán como de la madre. Así, la casa resulta el espacio de imposición de la ley y del castigo, mientras el parque es el espacio de la máscara.
A la opresión de Adán se oponen la libertad y confianza que Andrés le otorga a Saúl. Ese privilegio, que en cierta medida María no tolera, pero acepta, (de ahí, la “culpa metafísica”), formará en Saúl una perspectiva de superioridad frente a su hermano. En el momento en que María corrige a Saúl, Andrés le solicita flexibilidad y comprensión, todo lo contrario de lo que él hace con Adán. Esta situación de intolerancia del padre desencadenará las acciones funestas que se han anunciado al principio de la obra.
Antes de abandonar el parque, el personaje “El hombre” conversa con Andrés y María, y en el diálogo se puede vislumbrar un asunto muy importante para el desarrollo de la obra. Se trata del problema fundamental de Andrés: es un hombre muy contradictorio. “El hombre” afirma disfrutar de las viejas costumbres, como María de los viajes al parque, mientras Andrés afirma que todo eso es anticuado y que él es muy revolucionario. Sin embargo, en su actitud hacia los chicos es todo lo contrario. La ironía del texto estriba en la búsqueda de Andrés de un progreso tecnológico y de un pensamiento revolucionario, cuando al criar a sus hijos asume una antigua actitud que procede de la preferencia de Yahvé por Abel en detrimento de Caín. Es precisamente por cuestiones de su negocio, la agricultura, que Andrés piensa que Saúl es superior a Adán: “Desgraciadamente me hacen falta brazos… y de estos dos (por los chicos) solamente cuento con Saúl. Adán se pasa el día echado cuidando los rebaños…” (44). A pesar de que Adán está dispuesto a aprender, Andrés no quiere perder tiempo enseñándolo. Y ante la afirmación de Adán de que las ovejas también son importantes, Saúl responde de forma insultante y denigrante hacia el oficio de pastor: “¡Bah! Las ovejas se crían solas. La siembra es lo importante. ¡Pero tú eres un inútil! Te has convertido en comadrona de las ovejas con cría (Ríe.)” (45). Cuando Adán intenta nuevamente ofrecer una explicación, la imposición del padre se resuelve por la prohibición de la palabra como emblema de respaldo a las palabras hirientes de Saúl. Esta relación de afinidad entre Andrés y Saúl se observa, también, entre María y Adán, sobre todo en la servidumbre, pues uno se encarga de llevar el chal de una, y el otro, el saco del Andrés. No obstante, la subordinación de María a la potestad del esposo se convierte en una doble sumisión en Adán, que va a redundar en la falsa existencia o “inautentiticidad” heideggeriana que llevará al suicidio de Andrés y a la alienación y desolación final de María.
La obra de Menéndez se complica aún más cuando María le cuenta un aspecto de su pasado a Andrés. Se trata de un sueño despierto. En su juventud, antes de casarse, cuando ella comenzaba a fijarse en los muchachos, y se encontraba en ropas íntimas, comenzó a soplar un viento fuerte que trajo el aroma de un enorme cedro que había en el patio. En ese momento, empezó a soñar despierta con unos ojos verdes que desde el cedro la miraban; sintió vergüenza y se escondió entre las sábanas. El descubrimiento de la vergüenza, del ser mujer, se asimila al presente en el matrimonio con Andrés, y se encuentra en función de contrastar un momento paradisíaco, primigenio y de inocencia frente a la degradación o caída en el pecado, que viene a coincidir con el presente. La metamorfosis de la vida de María vuelve a repetirse en relación con su matrimonio, específicamente en Andrés y después del nacimiento de los niños. El cambio de la personalidad y de la relación inicial paradisíaca del matrimonio se refleja en el espacio de la casa. La perspectiva de María no puede ser más clara: “¡Éramos como dos pájaros encerrados en una jaula de amor! (Suspiro.) Pero pasaron los años… Los niños vinieron al mundo, casi al mismo tiempo, y la casa se pobló de risas doble” (50). Evidentemente, el cambio no sólo tiene que ver con los hijos, sino con las opiniones de los vecinos, con el qué dirán, y con él surgió nuevamente la misma sensación de vergüenza ante la mirada de los ojos desde el viejo cedro: “¡La casa se tornó en una isla rodeada de ojos por todas partes! ¡Te juro, Andrés, que sentí renacer en mí el viejo impulso de cerrar las ventanas! La gente comenzó a rodear nuestra alegría” (50-51). Esta situación explica la preferencia de Andrés por el ámbito de la casa y la de María por el parque y los viejos paseos. Más aún, la unión de la vergüenza indeseada de la primera juventud y de la también indeseada alienación frente a la sociedad se rescribe en el final del primer acto en la vuelta a la representación de la escena que dio paso a estas retrospecciones, a la muerte de Andrés, que significa para María la mayor soledad. La escena termina con la llegada de los forenses para levantar el cadáver de Andrés, y, a su vez, con el pasado paradisíaco de María.
En el segundo acto, la casa se describe, en las acotaciones, como el espacio de la alienación y de la mortandad. Evidentemente, se trata de la continuidad de la conciencia atormentada y trágica de María en el lugar del lamento, en el espacio infernal. La descripción de la tristeza de María se extiende a los colores opacos y sucios, y, sobre todo, al tiempo del atardecer mortecino, a la lenta llegada de la noche:
La casa es una caja rodeada de soledad, de esterilidad, de frío. A través de las ventanas se advierte un paisaje yermo, pintado en grises, neblinoso. Un viento caliente y pesado sopla de vez en cuando llenando de fuego los pulmones. La habitación es desproporcionada: las cosas parecen demasiado grandes y pesadas, parecen agobiar a los personajes. De inmediato se advierte que ese no es lugar para la risa. El color de las paredes es amarillo, un amarillo sucio, casi color de tierra. Sobre la puerta de arriba centro hay una corona fúnebre. Falta muy poco para la puesta del sol. Los rayos moribundos del astro dan una luz lechosa y extraña hacia el fondo, una luz neblinosa y fofa. La atmósfera es casi irrespirable. (53)
La atmósfera del escenario transmite el estado de ánimo de María, su indeterminación entre la vida y la muerte, apta para la representación del limbo de sus recuerdos, de la incertidumbre y del vacío existencial. De hecho, en el momento en que aparece Andrés nuevamente, el espectador ya no asiste a la representación de un teatro de la introspección, sino que se mezclan la realidad con los recuerdos de María. De ahí, la agilidad del diálogo que mezcla las preguntas y situaciones de María con “La Amiga” y las respuestas de Andrés, hasta que María finalmente queda sola con sus recuerdos.
Ante la insistencia de “La Amiga” para que María olvide a sus muertos, ésta se reitera en que la vida es precisamente la persistencia de los muertos, y más aún cuando María informa en su parlamento que Adán se ha suicidado. “La Amiga” afirma que los muertos alcanzan la paz sólo cuando los vivos los olvidan, pero María se resuelve por todo lo contrario: “Los hombres, cuando mueren, están más vivos que nunca. ¡Dios mío… ¿por qué nunca morirán los muertos?” (61). En sus palabras puede observarse una definición de la vida muy particular del existencialismo, la vida como un absurdo. La concepción de la vida como un cuarto oscuro, como un desierto, como un agujero, muestra la angustia y el desamparo, la soledad y la alienación:
¿Y a esta comedia absurda le llamamos vida…? ¿Es esto vivir? Vivir es suspender los recuerdos […] ¡Vivir es encender una luz entre cuatro infinitos muros de sombra! […] Nosotros no vivimos, no hacemos más que aspirar el perfume de los muertos… un desfile de cariños idos que vuelven cuando ellos se lo proponen. (61-62)
Cuando “La Amiga” se retira a rezar con las otras mujeres, se separan las acciones de la realidad y de los recuerdos de María. La situación entre Andrés y sus hijos no ha cambiado aún. Adán le anuncia el nacimiento de la hermosa cría de una oveja, y Saúl se burla de él. Andrés sigue pensando que la afición de Adán es innecesaria y también lo rechaza: “¿Te crees que la casa es un corral…?” (66). Saúl le comunica a Andrés que el cerezo ha dado ya frutos. Esta noticia le agrada y auspicia las esperanzas económicas de la familia. Adán le pregunta a María qué hará con la cría, y ella no responde, yéndose con los duraznos que Saúl le ha traído. En ese momento, el rostro de Adán se transforma, mostrando su disgusto, y cierra los puños en actitud de coraje. En el parlamento de Andrés irrumpe el discurso de Yahvé hacia Caín en el Génesis: “¿Por qué has inmutado tu rostro? ¿Por qué te has ensañado?” (68). Acto seguido, Saúl decide ir a cazar conejos y Andrés ordena a Adán que lo acompañe, pero éste afirma que no le gusta matar animales. No obstante, Andrés lo obliga a acompañarlo. Ante la severidad de Andrés con Adán, María le replica que no es ésa la manera de criar a los hijos, tema sumamente importante en la obra. María afirma que Adán es bueno, y Andrés la acusa de afirmar que Saúl es malo. Al anochecer, Saúl regresa después de haber ingerido alcohol por primera vez. María lo reprende, pero Andrés lo defiende. María pregunta por Adán, y Saúl responde como si fuese el Caín del Génesis: “¿Soy yo guarda de mi hermano?” (77). Saúl cuenta que Adán quiso evitar que él tomara, y que sus amigos lo habían golpeado. Al llegar Adán, Andrés lo reprende y le cuestiona por qué ha llegado tarde. María trata de consolarlo, pero se detiene ante la mirada severa de Andrés.
Estos tipos de situaciones se van acumulando hasta que el silencio de María se convierte en un torrente que no puede callar. El último cuadro es la expresión de la culpabilidad y de la convicción de que el ser humano es forjador de su destino. De ahí, el vínculo con la angustia existencial, con la libertad sartreana. Mientras los demás personajes siguen rezando en la sala de la casa, María y Andrés discuten el problema de la forma en que han criado a sus hijos. Andrés afirma que hicieron su deber, pero María siente cómo su consciencia la atormenta llamándola “asesina”. Esa resolución se desencadena a partir de la convicción de que han amado más a Saúl que a Adán. Las palabras de María son evidentes: “No es el deber de un padre el repartir el cariño de sus hijos en partes desiguales” (84). En la conversación, Andrés va reconociendo la bondad de Adán, pero María le recuerda que ellos no lo dejaron traslucir de ese modo y lleva a Andrés a reconocer que ellos no lo miraron con ojos propicios cuando llevó los primogénitos de sus ovejas, igual que Yahvé hizo con Caín, cuando éste le ofrendó los frutos de la tierra.
En las palabras de María se nota una convicción clara acerca de la forma de criar a los hijos, de los padres como artífices de ellos, que se opone a la ideología que se expresa en la actitud de Yahvé en el Génesis frente a Caín y Abel, salvo que en este caso las ideas de Andrés afirman que hay que querer más a los hijos malos que a los buenos:
,cite>Todo por la maldita idea de que es a los hijos malos, y no a los buenos, a quienes hay que vigilar y dar muestras de amor. (Deprimida.) ¡Los hijos son hijos, y nada más! (Con vehemencia.) Que unos hayan sido hechos de buena o de mala pasta, nada tiene que ver. Somos nosotros, los padres, los que les vamos fabricando el alma. (86)
El gran problema que se plantea en esta situación es, a pesar de que María se oponga, la idea de la inexorabilidad del destino, como en la tragedia sofoclea, la misma situación de Edipo, quien queriendo hacer el bien, hace el mal:
Andrés: (Con vestigios de culpable alarma.) ¡Yo no creí hacer mal!
María: Ni yo. (Con visible remordimiento.) ¡He aquí nuestro error! (Riéndose.) Se puede ser malo de hecho o por omisión. ¿No es eso…?[…]
María: (Inexorablemente. Con huellas de confesión culpable.) Saúl era malo, y nosotros peores. (Ruda.) Fuimos nosotros lo que propiciamos su maldad. Nosotros. Siempre cerramos los ojos a la evidencia. Vimos llagas y no aplicamos ungüento sino que provocamos ulceraciones. ¡Fuimos nosotros… sí, nosotros! (87-88)
La resolución apocalíptica de la obra comienza con las palabras de María en el siguiente parlamento, específicamente cuando cita un versículo del Apocalipsis: “Bienaventurado el que lee, y los que oyen las palabras de esta profecía y guardan las cosas en ellas escritas: porque el tiempo está cerca” (88). Ese momento apocalíptico, de juicio final, es “la ira del Cordero”, resultado de las acciones de los seres humanos: “¡Fuimos nosotros los que provocamos la ira de este cordero!” (91). Resulta muy peculiar la forma en que Andrés actúa en los recuerdos de María. Precisamente se trata del Andrés que ella hubiese querido escuchar toda su vida.
En la parte final de la obra, Saúl irrumpe en escena para decir que ha matado a la oveja de Adán, y éste decide matarlo. La acción se desarrolla rápidamente frente a los ojos de los padres. El discurso de Andrés vuelve a retomar las palabras del Génesis: “¡Asesino! ¡Caín! ¿Qué has hecho de tu hermano?” (93). Este final apoteósico se vale en la escena del juego de luces que se apagan y enciende para dar la apariencia de relámpagos, y de altoparlantes para exponer la voz de Dios que sigue preguntándole a Caín qué ha hecho de su hermano. Ante la nueva acusación de Andrés, Adán culpa a ambos padres de su asesinato, abandonando la escena: “(Acusador.) ¡No fui yo… no soy yo el asesino! Han sido ustedes. Ustedes dos, los dos… Este es el día de tu duelo y mi día de feria. Maté tu cordero el día de mi fiesta. Di, ¿no era justo…?” (93). En ese momento, las mujeres que rezan interrumpen la acción para dar paso a una oración. En el parlamento de Andrés se retoman las palabras del Apocalipsis para describir el fin del mundo: “Y he aquí que fue hecho un gran terremoto; el sol se puso negro como un saco de cilicio, y la luna sep uso toda como de sangre” (94). Ese final del mundo es el momento de la anagnórisis, cuando María reconoce que ha vuelto a repetir el error de Yahvé y que han matado a Abel dos veces. La obra culmina transformándose en una especie de Biblia que vuelve a reiterar un viejo error. Y la locura de María, la representación de sus fantasmas, de los recuerdos y de los anhelos, se transforma en la expresión de la culpa y del dolor ante la imposibilidad de controlar el destino humano.
Más allá del vínculo con el episodio bíblico, con las propuestas apocalípticas y la ausencia de fe en la reivindicación de la historia y la vida humanas, (de ahí, el gran pesimismo que la obra encierra), La ira del cordero es la puesta en escena de la crisis del ser humano en el siglo XX y de la época moderna en general. Se trata de la incapacidad del ser humano para dominar el mundo que ha creado, como planteaba Martin Buber en ¿Qué es el hombre? (1942): “Así se encontró el hombre frente al hecho más terrible: era como el padre de unos demonios que no podía sujetar” (78). Esto lleva al problema de la impotencia del ser humano frente al propio mundo que ha creado. Bien es cierto que la antropología filosófica que persigue Buber, y que parte de la fenomenología de Edmundo Husserl, va más allá del domino del ser humano sobre su propio mundo hacia el problema de su propia incomprensión: “[…] el fenómeno histórico más grande es la humanidad que pugna por su propia incomprensión” (79). En la obra de Menéndez, se trata, además, del problema de la existencia heideggeriana, del ente que posee una relación con su propio ser y una comprensión de este ser. María llega a comprender, y le hace ver a Andrés, la culpa moral y metafísica que se deriva de la reiteración del error primigenio de Yahvé en el privilegio por Abel y en contra de Caín. Y el problema de la culpa se agrava en el momento del reconocimiento de una angustia existencial que se amplía hacia el cuestionamiento y la afirmación de la divinidad ausente como causa de la desesperación. Esto, explícitamente, es herencia del pensamiento de Kierkegaard, quien específicamente en el “Panegírico a Abraham” en Temor y temblor especifica lo siguiente:
Si no existiera una conciencia eterna en el hombre, si como fundamento de todas las cosas se encontrase sólo una fuerza salvaje y desenfrenada que retorciéndose en oscuras pasiones generales todo, tanto lo grandioso como lo insignificante, si un abismo sin fondo, imposible de colmar, se ocultase detrás de todo, ¿qué otra cosa podría ser la existencia sino desesperación? (63)
La filosofía de Kierkegaard se fundamenta en la afirmación de la necesidad del ser humano de una solidez trascendental que dé sentido a la existencia. Y ésa tiene que ser Dios. Este aspecto de la existencia de Dios está cuestionado en la obra de Menéndez. Tanto María como Adán son personajes que se mueven en el plano de la duda respecto de la divinidad y son, sobre todo Adán, rebeldes y subversivos, como se desprende del momento en que dispara hacia el cielo después de haber regresado de cazar. Es ése el momento en que Andrés y María perciben al Adán malo, al Adán que culpa a Dios por haber permitido que matara. De ese modo, se resalta en su actitud la “culpa metafísica” de Dios, quien permite que los seres humanos cometan crímenes, pudiendo evitarlo. La obra transmite un ambiente de crisis y de inestabilidad; sin embargo, ella misma es una especie de “Biblia” en la cual desde el Génesis al Apocalipsis se reitera el influjo de Dios (Yahvé) sobre los actos de los seres humanos en forma de un destino implacable que contradice una de las mayores convicciones de María y del existencialismo. El ser humano no hace su destino, sino que está sometido a sus leyes inexorables, a la ira del Cordero. Ahora bien, no es el simple destino como una fuerza externa que domina al ser humano, como sucede en Edipo rey, de Sófocles, sino más bien el destino como una expresión del sentido fatalista de la vida, muy cerca de lo que señalaba Georg Simmel en El problema religioso. Simmel parte de la premisa y la necesidad de un sujeto que exponga una tendencia interna, una exigencia con independencia de todo acontecimiento externo. Junto con esto, se desarrollan ciertos acontecimientos que resultan favorables o adversos con respecto al sujeto. Al conmover la vida subjetiva, los acontecimientos adversos la trastornan y adquieren sentido dentro de ella. Ese sentido puede llegar a ser indignante, destructor, incomprensible:
Con eso surge lo específico del “destino”: que una serie, de desarrollo puramente causal, del acaecer objetivo se entreteja en la serie subjetiva de una vida en lo demás determinada desde dentro, y, en tanto entonces favorece o fuerza por su parte la dirección y fatalidad de esta vida, adquiere un sentido vista desde ella, una referencia al sujeto, como si lo que acontece de modo más o menos exterior y según su causalidad propia estuviera dispuesto de algún modo en la relación con nuestra vida (69).
Se trata del teatro aporético como lo planteaba en Los nuevos sofistas el austriaco Ludwig Schajowicz, un teatro en el cual se presenta la eliminación de un deus absconditus y la aparición de la locura y del absurdo de la vida, un teatro que no ofrece, igual que el teatro del absurdo, soluciones a los problemas existenciales:
Solemos aferrarnos a nuestra concepción de un deus absconditus para poder atribuir un sentido al mal que padecemos. Pero el verdadero amor a la sabiduría conduce al descubrimiento de la “locura” del mundo; al darnos cuenta de que estamos participando en un juego que carece de sentido —pues todos somos “mundanos”) se nos hace patente el valor de la consciencia absurda en cuanto es consciencia de lo absurdo. (384)
La ira del Cordero, de Roberto Arturo Menéndez, es una obra dramática bien hilvanada y de un fuerte poder catártico, que cuestiona no sólo la existencia del ser humano de la modernidad a partir de un acto simple como la de los padres y el proceso de criar a sus hijos, sino la magnitud de la culpabilidad en el proceso de eliminar los asideros trascendentales (súper hombre nietzscheano) y su relación con un destino que, aún sin el poder de los dioses, se sigue reiterando de una manera adversa y fatal.
Bal, Mieke. Teoría de la narrativa. Traducción de Javier Franco. Madrid: Cátedra, 1990.
Buber, Martin. ¿Qué es el hombre? Traducción de Eugenio Imaz. México: Fondo de Cultura Económica, 1977.
Eagleton, Terry. Ideología: Una introducción. Trad. de Jorge Vigil Rubio. Barcelona: Paidós, 2005.
Jaspers, Karl. El problema de la culpa. Traducción de Ramón Gutiérrez Cuartango. Barcelona: Paidós, 1998.
Kiergegaard, Sören. Temor y temblor. Traducción de Vicente Simón Merchán. Madrid: Alianza, 2003.
Neglia, Erminio G. Aspectos del teatro moderno hispanoamericano. Bogotá: Editorial Stella, 1975.
- - -. “La escenificación del fluir psíquico en el teatro hispanoamericano”. Hispania 58 (1975): 884-889.
Nueva Biblia de Jerusalem. Trad. de M. Revuelta. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1998.
Menéndez, Roberto Arturo. La ira del cordero. San Salvador: Ministerio de Cultura, 1959.
Sabat Ercasty, Carlos. Dramática de la introspección. Montevideo: Impresora LIGU, 1960.
Sartre, Jean-Paul. El existencialismo es un humanismo. Sin traductor. México: Ediciones Quinto Sol, 1992.
Schajowicz, Ludwig. Los nuevos sofistas: La subversión cultural de Nietzsche a Beckett. Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1979.
Simmel, Georg. El problema religioso. Traducción de Ayala Francisco. Buenos Aires: Prometeo, 2005.