La apoteosis de Pan: Eros y obscenidad en La última lámpara de los dioses, de José I. de Diego Padró

En 1999, Javier Ciordia planteaba que la poesía de José I. de Diego Padró (1896-1974) había quedado en el olvido y que la crítica lo había silenciado en vista de su “occidentalismo”, opuesto lo patriótico del Tun tun de pasa y grifería (1937), de Luis Palés Matos (1898-1959), por ejemplo, que representaría una genuina idiosincrasia de la Isla.[1] Todavía esa afirmación es válida. Aquí nos proponemos abordar el análisis de las metamorfosis del discurso mitológico y su vínculo con el erotismo y la obscenidad en La última lámpara de los dioses (1921), que incluía poemas escritos entre 1917 y 1920. Veintinueve años después de éste aparece la segunda edición ampliada y corregida. En 1959 volvía a publicarse un conjunto de esos poemas en su “Autobiografía poética”, -Escaparate iluminado. En ese ejercicio se notan diferencias que podrían ser significativas de la actitud del hablante lírico en relación con la voz lírica y de las metamorfosis de la inicial obscenidad, ahora transformada en un erotismo más atenuado.

La última lámpara de los dioses es el mayor intento de recuperación de la mitología grecolatina en Puerto Rico, y fue juzgado por la crítica como parte del modernismo tardío que debió responder a la búsqueda de lo puertorriqueño, como se consideraba esa modalidad en la isla. Nótense las afirmaciones de dos críticos célebres en relación con la obra de Luis Palés Matos. ángel Balbuena Pratt, señalaba lo siguiente al referirse al libro Azaleas (1915): “[…] desde los comienzos del modernismo se unía la técnica innovada con la afición a los temas locales”.[2] Margot Arce de Vázquez, por su parte, destacaba que “Azaleas corresponde a la etapa inicial de nuestro tardío modernismo […]”.[3] Evidentemente, estas afirmaciones corresponden a una crítica que seguía de cerca los planteamientos y estudios de Cesáreo Rosa-Nieves (La poesía en Puerto Rico, 1935), y Enrique A. Laguerre (La poesía modernista en Puerto Rico, 1941), y que posteriormente revisarían y corregirían Luis Hernández Aquino (El modernismo en Puerto Rico, poesía y prosa, 1967) y Edgar Martínez Masdeu (La crítica puertorriqueña y el modernismo en Puerto Rico, publicado como libro en 1977). Según Hernández Aquino, quien a su vez sigue de cerca los planteamientos de Francisco Matos Paoli y Ana María Losada, el premodernismo debería extenderse hasta Las huríes blancas (1886), de José de Jesús Domínguez; para Martínez Masdeu, ese poema de Domínguez corresponde al primer libro modernista publicado en la isla. De ese modo, se oponían a las ideas de Rosa-Nieves y Laguerre en relación con la llegada tardía del modernismo a Puerto Rico. En ese sentido, esa modalidad de la poesía en Puerto Rico tuvo una larga vida y no necesitó de la influencia de Rubén Darío para desarrollarse con elegancia a imitación directa de los poetas parnasianos y simbolistas franceses, de quienes los poetas puertorriqueños que habían viajado a Francia recibieron el mismo aliento de renovación que José Asunción Silva, por ejemplo.

Dos libros de los más significativos del modernismo junto con éste de De Diego Padró se publicaron en la década del veinte: La copa de Anacreonte (1924), de José A. Balseiro, y Cofre de sándalo (1927), de Jesús María Lago. Si exceptuamos Mi misa rosa (1905), de Arístides Moll Boscana, los demás libros de la década del diez suelen mezclar el modernismo con el criollismo que impulsó José de Diego hacia principios del siglo XX. Es de esperar que ante la amenaza política de los Estados Unidos un sector de la inteligencia del país haya preferido la defensa de lo puertorriqueño y del criollismo. Sin embargo, esta actitud sólo fue en detrimento del modernismo, hasta tal punto de que muchos críticos lo consideraron como el momento en que se le torció el cuello al cisne.

Ahora bien, esto no fue del todo así. El paganismo que tanto preocupaba a Manuel Martínez Plée es lo más encomiable de la poesía de De Diego Padró, y el libro es uno de los más importantes del modernismo en Puerto Rico, a pesar de que la poesía de madurez del autor se haya valorado más por considerarse de mayor filantropía y opuesta a la estética modernista:

[…] el poeta, que en sus comienzos se goza de los Temas de Belleza y Voluptuosidad, con raíces en la mitología griega, como reza el subtítulo de su primer libro, escapa del maravilloso mundo pagano y de sus furtivas incursiones a la Francia galante del siglo XVIII, para adentrarse en una temática de más próximo y rico contenido humano. [4]

Vicente Géigel Polanco se refiere en la cita anterior a la etapa de las Ocho epístolas mostrencas (1952), cuya poética es completamente opuesta a la estética del modernismo evasionista que practica De Diego Padró en su primera etapa, antes del diepalismo y de los ismos del veinte, característica que comparte con Francisco Negroni Mattei. [5] En la primera de estas obras, “Epístola admonitoria al poeta Calandrino”, el realismo y el presente se privilegian sobre el paganismo y el pasado. En lugar del verso rimado y musical, se propone el lenguaje prosaico y se ataca, con sarcasmo, a la retórica y al arte por el arte:

Pon tu lira al servicio, Calandrino,
de lo intrínseco humano.
Y relega lo ulterior y divino
para los que comulgan con ruedas de molino.
No hagas el bobo soberano.
No bordes florecillas de fantasía.
No elucubres sandeces. La poesía
debe ser fuente pletórica
de verdad, de pasión y de belleza.
Humanidad y naturaleza,
no un cementerio de retórica.

Desecha ese jueguito sin sentido ni objeto
del arte por el arte, jueguito ya obsoleto. [6]
>

Tal parece que tenía razón Martínez Plée cuando “profetizaba” que De Diego Padró tendría que moverse, por inercia del “ser humano”, hacia el cristianismo, lo cual implica el paso desde el paganismo inmoral y obsceno hacia la decencia y la moralidad:

El autor de La última lámpara de los dioses, distante aún de las fronteras de los treinta años, evolucionará hacia el Cristianismo, como ocurrió siempre a los poetas que habiendo soñado al principio a la sombra de los templos griegos, al fin buscaron ansiosos la penumbra de las góticas iglesias. […] Sinceramente ningún hombre llegado a la madurez del cuerpo y del alma será pagano; sinceramente podrá serlo en los comienzos de la vida cualquier sujeto. [7]

La moral que se desprende de los juicios anteriores nos lleva a la definición de la obscenidad en relación con la prohibición ética, con la alarma y el repudio que despierta el placer, como señala Fernando Savater: “No hay obscenidad donde no hay indignación censuradora ni tampoco donde tal cabreo no viene provocado por el placer, por el goce avasallador de los sentidos”.[8] Para Savater, el avasallamiento del placer que conduce a la obscenidad, es decir, a la prohibición opuesta la transgresión, está relacionada con la muerte, lo cual se puede notar en los mitos ancestrales como el del Jardín del Edén (15). Sin embargo, Savater no va más allá en el análisis de esa relación, pues el mito de Adán y Eva expulsados del paraíso tiene que ver con la pérdida de la inmortalidad y de la inocencia, además de vincularse con el origen de la historia en la visión cíclica del tiempo en los textos hebreos. En los mitos de las religiones mistéricas sí existe un deseo relacionado con la muerte; pero se trata del ritual y no de la realidad. Es más bien una apoteosis de los dioses ctónicos (de la naturaleza) y de la Diosa Madre. El matrimonio sagrado o sisigia es uno de los pasos que la naturaleza lleva a cabo en su proceso cíclico de regeneración y degeneración. Margaret Alice Murray afirma que las parejas relacionadas con la fecundidad se desarrollaron en el momento en que clanes que adoraban a una diosa se mezclaron con clanes que adoraban a un dios de la reproducción. [9] En la religión hebraica, esto se resuelve en la superación divina de los contrarios o coincidentia oppositorum.[10] Esa pareja se reitera en las religiones como búsqueda de la totalidad numinosa, de la sisigia. Como un arquetipo o imagen primordial, las sisigias unen el “anima” (la parte femenina del alma) con el “animus” (la parte masculina del alma), que corresponden al Yin / Yang en el budismo zen. Afirma Carl Gustav Jung:

Con toda tranquilidad se puede afirmar que estas syzygias son tan universales como la aparición del hombre y la mujer. Este hecho autoriza evidentemente a concluir que la imaginación está sujeta a este tema de tal modo que en todos los lugares y todos los tiempos se ve llevada a volver a proyectar siempre lo mismo. [11]

La separación de la Gran Madre y su esposo implica la perturbación del cosmos, de la eternidad, y abre, a su vez, el ciclo vital de la naturaleza, por lo cual es necesario restaurarlo a través del rito sexual. Sumamente interesante es el epílogo de Martínez Plee, “Artifex Gloriosus”, que acompaña la primera edición. Siguiendo la tendencia de la literatura comparada, distingue la afinidad de De Diego Padró por la “Urna griega”, de John Keats. Sin embargo, insiste en la influencia indirecta que va desde los ingleses a los franceses, y de éstos a Rubén Darío, José Enrique Rodó, Julio Herrera y Reissig y el modernismo hispanoamericano, del cual se nutre De Diego Padró. Más aún, siguiendo a Sthendal e Hipolite Taine, echa mano de la crítica determinista y considera los grupos de poetas como si fueran familias que heredaran a sus componentes las taras particulares de sus genes. Además, siguiendo a Friedrich Nietzsche y Melchor de Vogüe, Martínez Plée quiere analizar las influencias y los elementos que directamente han formado la inteligencia del autor. Vogüe, por ejemplo, observa una línea directa entre Gabriel D’Annunzio y sus “dioses”: Johan Wolfgang Goethe, Percy B. Shelley, Lev Tolstoy, Fedor Mijailovich Dostoievski y Eugenio Sué. Es de esperar que si D’Annunzio fue una de las grandes influencias del modernismo hispanoamericano, haya linfas de su inspiración en la poesía de De Diego Padró. Sin embargo, para Martínez Plée, el paganismo que se pueda derivar de la influencia de esos poetas en el “portorriqueño”, como lo llama todavía, dada la ortografía de la época, es un período pasajero, que no puede considerarse producto de la madurez:

¿Ha de quedar este poeta preso toda la vida en su actual paganismo? Creemos que no. El autor de La última Lámpara de los Dioses, distante aún de las fronteras de los treinta años, evolucionará hacia el Cristianismo, como ocurrió siempre a los poetas que habiendo soñado al principio a la sombra de los templos griegos, al fin buscaron ansiosos la penumbra de las góticas iglesias. […]
Sinceramente ningún hombre llegado a la madurez del cuerpo y del alma será pagano; sinceramente podrá serlo en los comienzos de la vida cualquier sujeto. (238)

Martínez Plée olvida la evolución de Friedrich Nietzsche, que no es precisamente ésta, y es de esperar que haya en De Diego Padró una influencia clara del autor de Los orígenes de la tragedia, sobre todo de la glorificación de lo dionisiaco, como se observa en La última lámpara de los dioses. Nietzsche representa la antítesis del artista que propone Martínez Plée; su obra es un rechazo total al cristianismo, entendido éste como la causa del desmoronamiento de la cultura grecolatina y como instaurador de una culpa de la cual el ser humano no es responsable. De ese modo, se opone a la «libertad inteligible» de Immanuel Kant, al afirmar en El ocaso de los ídolos que ningún ser humano es responsable de existir, de estar constituido de uno u otro modo; su fatalidad es la fatalidad de todo lo existente, no es la consecuencia de una intención que le sea propia, de una voluntad ni de una finalidad:

El cristianismo es una metafísica de verdugos. […] no hay nada fuera del todo. La única gran liberación consiste en no responsabilizar a nadie, en no poder atribuir el modo de ser a una causa primera, en que el mundo no sea una unidad como sensorio ni como «espíritu»; sólo así se restablece nuevamente la inocencia del devenir. La idea de Dios ha sido hasta ahora la gran objeción contra la existencia. Nosotros negamos a Dios, y, al hacerlo, negamos la responsabilidad; sólo así redimimos el mundo. [12]

El paganismo que podemos observar en el libro de De Diego Padró sigue de cerca los planteamientos del clasicismo y del romanticismo, que, a su vez, reiteran el espíritu palingenésico que estuvo vigente en el Renacimiento y en el Barroco. La búsqueda de lo grecolatino no es definitorio del clasicismo. Se distingue en otra de las corrientes que nutre el modernismo hispanoamericano: el parnasianismo. No obstante, aún en la Edad Media puede notarse el uso que de la mitología grecolatina se hizo, aun cuando estuviera en función ancilar de los preceptos católicos.

Ahora bien, la búsqueda que emprende Johan Joachim Winckelmann en la Historia del arte en la antigüedad produjo un anhelo por convertir el pasado en un futuro paraíso anhelado, tanto en el clasicismo como en el romanticismo. [13] Comienza la nostalgia por el retorno de los dioses antiguos, como se desprende de la obras de Friedrich Schiller, Dioses de Grecia y Acerca de una poesía ingenua y sentimental, o de la poesía de Ugo Fóscolo o de Friedrich Hölderlin. Es, también, el espíritu que anima la obra de Percy B. Shelley o de John Keats. A pesar de la búsqueda de la Edad Media idealizada, el romanticismo no descarta la vuelta de la antigüedad, entendida como un paraíso o edad de oro, que implica, a su vez, una forma de evasión del presente. De ese modo, tanto el clasicismo, el romanticismo, como el parnasianismo y el modernismo hispanoamericano comparten la visión de la historia que había desarrollado el Renacimiento: un ciclo vital de nacimiento-muerte-renacimiento. [14] En esa línea se encuentra el texto de De Diego Padró. La última lámpara de los dioses comparte con la obra de Hölderlin el anhelo de instaurar nuevamente el tiempo sagrado de una felicidad arcádica, como se pretendió, por otro lado, en la tradición de Jacoppo Sannazaro y su Arcadia. Con esta última tradición, el texto De Diego Padró guarda la oposición entre el ambiente rústico de un eros incontrolado, el mundo de Pan y de Baco, y el ambiente de la Francia del siglo XVIII. De hecho, el libro está dividido en dos partes que se resuelven como ambientaciones en ambos mundos. Cerca de las Prosas profanas, de Rubén Darío, específicamente del “Coloquio de los centauros”, De Diego Padró ejecuta la mayor incursión que haya hecho un puertorriqueño en la mitología grecolatina, específicamente del mundo arcádico, con todo el proyecto que tuvo en el Renacimiento y, posteriormente, en el Parnasianismo. Se observa el simbolismo del mundo pastoril como antítesis de la ciudad o de la civilización, y, por lo tanto, como espacio de lo erótico que había favorecido la tradición ovidiana y que moduló Giovanni Boccaccio. Desde Dante y Petrarca, pasando por las traducciones que hicieron Martino Filetico de los Idilios de Teócrito, y Bernardo Pulci de las Bucólicas de Virgilio, y desembocando en las Pastorales de Matteo Maria Boiardo, el Orfeo de ángel Poliziano y la Arcadia de Sannazaro, se desarrolló el topos del retorno de la edad de oro como parte de la renovatio humanista. En esos textos, en general, el campo se convierte en el espacio erótico, el reino de Venus y de Baco frente a la civilización urbana, o bien en el mundo donde se enfrentan Pan y Apolo. [15]

El caso de La última lámpara de los dioses une esa tradición con el anhelo parnasiano por evitar el exhibicionismo emocional atribuido a los románticos, además de eliminar lo personal y lo realista. El parnasianismo se funda en el programa del arte por el arte, de Téophile Gautier y en el objetivismo de Leconte de Lisle, lo cual implica la frialdad con que se refieren las historias o los versos. Los ejemplos más conspicuos de esta poesía se encuentran en los Poemas antiguos (1852), de Leconte de Lisle, y en Los trofeos, de José María Heredia: “De hecho, a ellos dos se debe la adaptación de los mitos y de las leyendas antiguas al nuevo tratamiento poético que requería el Parnaso, e igualmente fueron ellos los que impulsaron el gusto por las pequeñas escenas y cuadros del mundo antiguo […]”.[16]

Evidentemente, la tendencia que sigue De Diego Padró tiene una raíz demodé, para efectos del resto de Hispanoamérica, aunque no para el modernismo brasileño ni para el puertorriqueño, el cual todavía producirá libros como La copa de Anacreonte, de José A. Balseiro, Góndolas de nácar, de Manuel Joglar Cacho, y Cofre de sándalo, de Jesús María Lago.

Una de las vertientes que más potencia posee en el libro de De Diego Padró es el erotismo que, a veces, colinda con lo obsceno y con lo pornográfico, sobre todo el cuadro del amor lésbico, que parece ser el primer poema que trata ese tema en la literatura escrita en Puerto Rico, dada la ambigüedad con que José de Diego narra en Sor Ana (1885) una posible relación lésbica. En línea directa de la amistad como la describía Goethe en relación con Winckelmann, el amor lésbico u homoerótico se convierte en símbolo de la perfección del amor. Retrotrayéndose al tiempo antiguo, De Diego Padró encuentra una diferencia particular del amor, que Goethe describía con pasión como el más elevado de los deberes:

La relación con la mujer, que entre nosotros se ha vuelto tan tierna y espiritual, apenas entre ellos se eleva sobre los límites de la necesidad más vulgar. La relación de los padres con los hijos parece haber sido hasta cierto punto más tierna. Pero por encima de todos esos sentimientos descollaba, entre ellos, la amistad entre personas del sexo masculino, aunque también Cloris y Tyia, aun en el Hades, muéstransenos como inseparables amigas. El cumplimiento apasionado de los deberes amorosos, el goce de la inseparabilidad, la entrega del uno al otro, la decisión explícita para toda la vida, la fatal compañía en la muerte, llénannos de asombro en la unión de dos efebos, y hasta sonrojo sentimos cuando poetas, historiadores, filósofos y oradores nos abruman con fábulas, sucesos, sentimientos e ideas de semejantes fondo y contenido. [17]

El poema titulado “Amor lesbio” no puede ser más evidente, aunque dentro de un marco de lascivia y promiscuidad, que lo hacen brillar por la celebración de la intimidad contraria el campo abierto en el cual ocurren los encuentros pánicos o dionisíacos. Siguiendo el lenguaje erótico griego, De Diego Padró se adentra en la descripción partiendo del emblema de la diosa del Amor, Venus, es decir, la concha, símbolo, a su vez, de la vagina. Las dos flautistas, Mylita y Krysea, se encuentran en un baño de mármol rosa, igual al color de las conchas o veneras. Después de bañarse, se entregan a la lucha amorosa:

Tras de hacerse una a otra ligeras abluciones
en un baño de mármol rosa, por el estilo
de esas conchas enormes que en noches de tormenta
hacia la playa empujan las grandes olas jónicas;
después de despojarse de sus nupciales túnicas,
de sortijas, collares y alfileres de oro,
las dos flautistas griegas rodaron sobre el tálamo
con expresiones propias de la amorosa lucha. [18]

Siguiendo la tendencia hacia el pasado que José Enrique Rodó había promulgado, sobre todo en Ariel y en Motivos de Proteo, como se colige por el epígrafe inicial del libro, La última lámpara de los dioses intenta recuperar el ambiente mítico del paganismo grecolatino para crear un paraíso interior o una torre de marfil que elimine el tedium vitae:

Siempre he creído que todo verdadero espíritu de poeta, elegirá, con más o menos conciencia de ello, su ubicación ideal, su patria de adopción, en alguna parte del pasado, cuya imagen evocada perpetuamente, será un ambiente personal que lo aísle de la atmósfera de la realidad. (15) [19]

El pasado más remoto de la primera parte del libro es más libertino y obsceno que el de la Francia del siglo XVIII, el cual se busca en la segunda parte, titulada Hortus siccus, y en la cual también se incluyen algunos poemas relacionados con Puerto Rico. Aquel pasado que se prefiere en la primera es una apoteosis de Pan, Dionisos, Venus, y demás dioses vinculados con las religiones mistéricas arcaicas, cuyos mitos son evidentemente parte de los complejos de instituciones civilizadoras que, según Savater, tienen como propósito primordial asegurar la inmortalidad simbólica de sus miembros. Sin embargo, en esa situación, el placer tiene una posición ambigua:

[…] por una parte, en cuanto plenitud afirmativa sensorial y genésica es negación de la muerte; por otra, en cuanto imposición natural que acelera nuestro desgaste o prepara nuestra sustitución en tanto que individuos es nuncio o preaviso de la muerte misma. De aquí la ambivalente actitud cultural ante el placer. Por un lado, es preciso someterlo a control, aplazarlo, domesticarlo de acuerdo con las exigencias artificiales de producción, evitando la entrega natural y por tanto letal a su hechizo. Por otro, hay que garantizarlo y simbolizarlo intensamente como representación intuitiva insuperable de la sensación de vida. (Savater 15)

El mundo mítico es el espacio en el cual se permite lo prohibido, lo obsceno, por lo cual asume un aspecto de libertad absoluta a la cual el ser humano no podría aspirar en la sociedad real, dependiente de la mirada que establece la distancia censuradora. En Roma, por ejemplo, la diferencia entre el libertino y el pater familiae (padre de familia) está fundamentada en el deber moral y el caos del esclavo liberto que no tiene regímenes y, por lo tanto, está lejos del ciudadano (Savater 16). En ese sentido, el libertino está cerca de la animalidad o de la barbarie, de la evasión de las normas. De la misma forma, la obscenidad es una categoría que se relaciona con el libertinaje, pero, también, con el privilegio de unos pocos que tienen similitudes con los dioses o con los demonios, aquellos que están fuera de la ley o de la norma. De ahí, el sentido de anormalidad o de monstruosidad que pueda tener el sujeto propenso a la obscenidad. Como corresponde al monstruo, lo obsceno ha sido propuesto como aquello que debe permanecer fuera de la escena: obscenus. De ahí, el sentido de que lo obsceno no es sólo lo pecaminoso, lo indebido o lo criminal: “Lo obsceno es aquello que teniendo plena razón de ser debe llevarse a cabo privadamente”.[20] Savater parece descartar esta etimología; sin embargo, mantiene la verdad psicológica que ofrece:

“[…] lo obsceno es el telón que mantiene la representación dentro de las conveniencias sociales y que por ello mismo despierta el afán de atisbar aquello que se oculta tras las bambalinas, sin lo cual la función permanece incompleta” (17).

Se vale de otra etimología: caenum o lo referente al excremento, a la basura o a la porquería. En ese vocablo también se observa el sentido de esconder o de ocultar algo a la mirada. De este modo, lo obsceno depende, como plantea Claudio Guillén, del juicio del lector, no del hecho expuesto en la obra. Sin embargo, tiene que desarrollarse en la obra una consciencia de transgresión: “La estetización de lo obsceno no puede permitirse la supresión de la actitud ofensiva, del gesto desagradablemente insolente, de la ruptura inesperada del silencio”.[21]

Carlos Castilla del Pino destaca, entre las posibilidades semánticas del vocablo “obsceno”, el carácter exhibicionista, relacionado con la conciencia de quien expone el hecho o las palabras, casi siempre referidas al sexo. La obscenidad implica la impudicia o falta de pudor, y éste, a su vez, significa ocultamiento, de tal manera que lo obsceno sería “[…] lo que se hace ver y debiera no hacerse ver”.[22] Esto lo emparienta con la monstruosidad.

El falicismo arcaico no era obsceno y la obscenidad de esos rituales es una interpretación posterior en mil años, precisamente de la Edad Media católica. [23] Esta desacralización de la sexualidad se debe, sobre todo, a la apología católica de los Padres de la Iglesia, sobre todo de San Agustín. Los rituales sagrados promueven una visión diametralmente opuesta a la reacción de la moral agustiniana.

Sería legítimo afirmar que esa transformación se sustenta sobre la base de la defensa del catolicismo frente al paganismo, como puede notarse en La Ciudad de Dios. Allí, San Agustín rechaza como obscenos los rituales a la Virgo Caelestis, la Diosa Madre:

El día solemne de su purificación canturreaban los más viles comediantes ante su litera unas tales obscenidades, que se avergonzaría de oírlas no digo ya la madre de los dioses, sino la madre de cualquiera de los senadores u hombres de bien. [24]

Asimismo, condena los juegos en honor de la Madre Flora: “Estos juegos suelen celebrarse con tanta mayor devoción cuanto más obscenamente se realicen” (141). Los cultos a Cibeles, y el culto a Osiris también corren la misma suerte: “Se había él burlado del llanto por la pérdida de Osiris en los misterios de Egipto y del gran contento por su hallazgo” (405). Más adelante señala, aunque no la condena, la religión eleusina (Proserpina, Ceres y Orco). En cuando al culto a Líbero o Liber Pater, sí se siente avergonzado:

En las encrucijadas de Italia –dice Varron— se celebraban las ceremonias de Líbero con tan licenciosa torpeza, que en su honor se rendía culto a las partes vergonzosas del hombre, no con cierto recato secreto, sino con la exaltación de la maldad en la publicidad. Durante las fiestas de Líbero era colocado con gran honor en carrozas este vergonzoso miembro, y llevado primero por las plazas de la campiña y luego hasta la misma ciudad. En la villa de Lavinio se dedicaba todo un mes a solo Líbero; y en esos días habían de usar todas las palabras más desvergonzadas, hasta ser llevado por la plaza pública y colocado en su propio lugar. Aún más, era de rúbrica que una de las más honestas matronas coronara en público a este vergonzoso miembro. Para aplacar al dios Líbero en pro de la fertilidad de las semillas, y para alejar de los campos los hechizos, se hacía preciso que una matrona hiciera en público lo que no debió permitirse realizar a una meretriz en las tablas en presencia de las matronas. (450)

En ese sentido, San Agustín opone la teología civil a la teología poética que se celebra en el teatro y en las ficciones de los poetas. El pudor se define sobre la base de la concepción de la carne como depositaria del pecado[25] , característica creación de la ascética cristiana primitiva.

Al eliminar la carne sagrada, ahora simplemente “la carne”, y los rituales que la celebraban, los Padres de la Iglesia intentan sustraer aquellos elementos de las religiones mistéricas antiguas que no pudieron adoptar para sus propósitos, apareciendo la religiosidad “pagana” como una especie de marginalidad o alteridad. [26] Algunos de los mitos clásicos recibieron un carácter doctrinal. [27] Lo mismo sucederá posteriormente con las doctrinas canónicas, que adquirieron un aspecto poético[28] y hasta erótico, lo cual implica la ambigüedad como característica principal de muchas de las alegorías medievales. Junto con esto podemos apreciar las palabras de Ernst Robert Curtius acerca de la interpretación alegórica que la Edad Media hizo de los autores profanos, lo mismo que de la Biblia, en los cuales veía sabios o filósofos. [29] No obstante, los Padres de la Iglesia no pudieron frenar el estrato “obsceno” de los cultos a la fertilidad que continuaron en las fiestas y canciones populares como representaciones del contacto con lo numinoso.

El libro de De Diego Padró está en línea directa con el ambiente mítico que se celebra en los ritos anteriores. Se observa, sobre todo en la segunda edición, el anhelo de incluir poemas que completaran el cuadro de la sexualidad griega antigua, como se observa en “Amor lesbio”, un tema que para 1921 hubiese sido sumamente innombrable, y aun en 1950. En el libro, desde la primera edición, se muestra lo que no debía mostrarse. La obscenidad funge como el elemento más útil al poeta para desplegar un espacio de eros incontrolado, opuesto abiertamente a la moral cristiana, junto con el mundo antiguo tomado como espacio evasivo del presente. Convoca esta actitud la propuesta, tanto del clasicismo, del romanticismo como del parnasianismo, los cuales confluyen en el modernismo.

El libro comienza con el poema “Preludión”, en el cual el yo lírico observa la belleza de Pegasus, es decir, el símbolo de la inspiración. El caballo, relacionado con un ser capaz de inmovilizar a los seres con la mirada -había surgido de la sangre que cayó en tierra cuando Perseo degolló a Medusa-, está vinculado con el ensueño y el viaje hacia el pasado, así como hacia lugares ignotos. Ese viaje se revela en la elevación de la poesía hacia la Isla de Eros:

A la Belleza inmortal que vi en él
se impuso el Ritmo, vibró el consonante,
y cada verso, pulido y brillante
como una joya, saltó del troquel.
Con emoción y argonáutico empeño
sobre el pegaso triunfal del Ensueño
Belerofonte voló cara al sol,
y se detuvo en las playas remotas
donde los dioses oyeron las notas
de las sirenas y el Rey caracol. [30]

Los cambios que De Diego Padró realizó en la segunda edición francamente empobrecen el texto. Posiblemente, intentando aclarar que el poeta es el protagonista del poema y no Belerofonte[31] , cambia significativamente algunos versos y elimina el nombre del héroe griego:

A la belleza inmortal que vi en él
se impuso el ritmo, acudió el consonante,
y cada verso, pulido y brillante
como una joya, saltó del troquel.
Con emoción y argonáutico empeño
sobre el alado corcel del ensueño
peregriné cara al sol, cara al sol.
Y me detuve en las playas remotas
donde los dioses oyeron las notas
de las sirenas y el Rey caracol. [32]

La época propicia para el canto y la poesía en el locus amoenus es la primavera (y el verano), la estación cálida y relacionada con el elemento de la sangre, por lo cual le corresponde la edad de la juventud. Al llegar a tierra firme, el poeta-yo lírico se encuentra en el espacio de la sensualidad, de la obscenidad que comenzará a dispersarse por sus versos. El sentido que inicialmente capta la sensualidad-sexualidad en el espacio es el olfato inicialmente:

Era en abril. Cuando yo al desasirme
del lomo equino pisé tierra firme,
me olió a boscajes y a envite sensual,
vibraba llena de luz la floresta
y las cigarras cantaban la siesta
en todo un órgano primaveral. (1950, 2)

En tierra firme se privilegia la luminosidad y el páramo abierto, contrario a lo que le correspondería a lo obsceno. Se inaugura de ese modo el texto poético como una resurrección del ámbito mítico y de las fiestas paganas de la sexualidad. Esto se observa abiertamente en la sección del libro que se titula “Adoración del falo”. Aquí se privilegia el sentido de la vista. Se trata de las festividades del dios de la fertilidad y de la sexualidad, Príapo, procedente de la religiosidad egipcia en honor de Osiris. El mito de éste cuenta cómo su hermano Set lo mata y lo desmiembra, esparciendo sus las partes de su cuerpo. Isis, la hermana y esposa de Osiris, recupera los miembros dispersos, pero no encuentra el pene, al cual se había comido un cangrejo. Entonces la diosa talla un pene enorme de madera y se lo coloca a su esposo, quien la fecunda para que nazca Horus. Las matronas egipcias, en las festividades, portaban estatuillas del dios con un enorme falo que se movía mediante hilos. Esta festividad se celebró en Grecia con el nombre de Priapeas. [33] El poema “La adoración del falo” lo detalla del siguiente modo:

Era el mes en que todos se unían
a ofrendar sacrificios al Falo.
(Este símbolo antiguo expresaba
la energía fecunda del macho,
y aquel mundo embriagado y desnudo
lo adoraba en los muslos de Príapo.) (1921, 59)

La obscenidad es evidente en la descripción de un mundo que ha perdido su religiosidad. Se recalca la fogosidad de los sátiros, los alucinógenos, la locura que causa Baco en la embriaguez de las ménades:

La caricia, el glotismo, el besamen,
el envite sensual y el abrazo
agradaban al rostro barbudo
del florido padrino de Thasos.
Y se hundían en la voluptuosa
embriaguez, hamadriadas y cabros,
prostitutas de falos canónicos,
hechiceras vendiendo en los cántaros
el mejunje sutil y terrible
que incitaba a los coitos orgiásticos;
y corrían las ninfas de Jaris
acosadas por fieros centauros,
y en el cuello de las Pitonisas
se enroscaba el reptil del Oráculo. (1921, 60)

De esta obscenidad crasa se pasa en la segunda edición a un atenuado erotismo que elimina las caricias, el erotismo y el besamen inicial, anexando el famoso “Evohé”, el grito de la Bacantes y del séquito de Dionisos:

Agradaban al rostro barbudo
del florido padrino de Thasos,
¡Evohé!, sus adeptos voceaban.
Y en la lisa verdura del prado
jineteaban las ninfas de Esfiona
sobre el lomo de esbeltos centauros. (1950, 98)

El final del poema incrementa la obscenidad al describir la locura que culmina en orgías y desenfreno, incluyendo elogios a la poesía lésbica:

Al confuso gritas de las ninfas
asaltadas por sátiros flacos,
y entre el loco desorden de aullidos,
frotaciones, posturas y saltos,
hembras fértiles y adolescentes
columpiaban el baile pagano.
Y a la par que los sistros gemían
y elogiaban los versos de Safo
a la vid, y la carne iba al lodo,
y las hembras se abrían al macho. (1950, 98)

De igual modo, se celebra la vida relajada de los pastores y las fugas y persecuciones de los sátiros tras las ninfas:

Por obra y gracia del vate erudito,
ebrio de sol se animó el viejo mito
con amoroso y profundo temblor;
en la belleza espectral de las ruinas
resucitaron las fiestas divinas
y a plena voz saludó el ruiseñor. (1921, 2) [34]

La apoteosis del dios Pan es más contundente en la exposición de la sexualidad en la primera edición. El pánico cunde en las hembras, florece el laurel rosa y la joven desnuda se abre al macho:

Huyó la hembra por altos maizales:
entre pastores y linces rurales
se oyó de nuevo la flauta de Pan;
en cada frente adornó el laurel-rosa.
Y a cada macho se abría una esposa
joven, desnuda y en dulce ademán. (1921, 2)

En la segunda edición se elimina el pánico de las hembras que huyen y se celebra la aparición del dios, pero se sustrae, a su vez, la desnudez de las mujeres:

Hubo un tronar de tambores y sistros.
Entre las frondas sus claros registros
dejó oír de nuevo la flauta de Pan.
En cada frente adornó el laurel-rosa.
Y a cada macho se abría una esposa
con espontáneo y sencillo ademán. (1950, 20)

En la próxima estrofa hay cambios significativos, ya que se suprime el rapto de Júpiter por el de Neso o de algún otro centauro o sátiro, al sustituir la palabra “olímpico” por “capricorne”. Al reflejarse sobre el ser del yo lírico el ejemplo del rapto de los dioses ctónicos, se atenúa el gozo, sustituyendo esa palabra por “sorbió”:

Hirvió mi sangre de amor y lujuria,
en ella ardía la indómita furia
del capricorne raptor juvenil.
Mi propia carne sorbió con fiereza
la plenitud de la naturaleza
en voluptuosas molicies de abril. (1950, 20) [35]

El cambio que hizo el poeta puede llevar a significar otro sentido, lejano del primero, pues al gozar, el sujeto lírico participa de los placeres que se están desarrollando a su alrededor, mientras al sorber la plenitud de la naturaleza sólo se hace potencialmente partícipe de ella. La reescritura es más pudorosa que la inicial estrofa, mucho más erótica y obscena.

En la siguiente estrofa se distingue, contrariamente, un cambio significativo en el último verso. El original seguía de cerca la afinidad del modernismo y del romanticismo por la naturaleza que reflejaba los sentimientos del sujeto. Bien es cierto que ya no es necesaria tal sutileza, cuando en los versos anteriores el poeta-yo lírico se ha transformado por efectos de Pan en un sátiro lascivo:

Tras el deleite, desnudo y osado
me lancé igual que un demonio crinado,
mitad humano y mitad animal:
mordí el erecto pezón femenino,
curvé las piernas con ímpetu equino
y goteaba de gusto el parral. (1921, 3)

Ese verso final, que evoca el vocabulario latino erótico, en el cual el racimo de las uvas es símbolo del miembro masculino, se transmuta en una imagen más obscena para quien no conozca la tradición a la cual alude el texto: “y fluyó el tibio licor germinal”. Nótese aquí la continuidad entre Dionisos, el vino, las uvas, las parras, el sistro, y el licor, ahora para referirse al semen.

Los resultados de la lascivia transportan al amante a un paraíso sin coacciones, en evidente alusión al Edén bíblico. En el poema inicial, se resalta el reino interior -que evoca el poema homónimo de Rubén Darío-, como una forma de mística en correspondencia con el pasado pagano:

Desde un jardín sin un dios, locamente
llegaba yo con la llama en la frente,
con alma y cuerpo temblando de amor.
A mi interior vino un grito lejano
¡Era la voz del instinto pagano
que despertaba en mi yermo interior! (1921, 3)

En la segunda edición se resalta más la pugna que causa verdaderamente lo obsceno, es decir, la moral como óbice frente a la sexualidad: “Y así, al empuje brutal del instinto, / rodó la absurda moral de su plinto / y un sacro anhelo se alzó en mi interior” (1950, 20). Desde esta perspectiva, el hablante lírico resulta más consciente de las implicaciones de la obscenidad, mientras en la primera versión está más consciente de la búsqueda de lo pagano y de lo interior como oposición al tedium vitae, más a tono con el modernismo. El erotismo se resuelve aquí como la animalidad sin vergüenza. Esto implica la huida de la cultura del presente hacia el instinto pagano en la primera edición: “¡Era la voz del instinto pagano / que despertaba en mi yermo interior!” (1921, 3). Más aún, se trata del principio de placer como exposición del verdadero ser, Eros en todo su esplendor: “Y altivo entonces y puro en sus dones / libre de escrúpulos y de pasiones / mi corazón dijo allí cómo soy” (1921, 3).

Una de las expresiones del modernismo es el desprecio por lo burgués. A ese ámbito se opone el espacio de Pan. El sujeto “soñador”, el poeta, igual que Belerofonte, se ha de hundir en la obscenidad del ser primitivo, que implica la eliminación de lo tanásico:

Tú, Soñador, si has de ser primitivo
imita al sátiro, adláter del chivo
en la espesura, no seas burgués!
él, con impulso febril, pone lazos
que ninfas púberes cazan en mazos
y sobre el césped las goza después. (1921, 4)

La descripción de las cópulas, ya sean de faunos, sátiros, Pan o el cisne de Leda, se reitera a lo largo del libro. En la primera edición hay más apertura hacia lo obsceno, hacia la celebración del orgasmo, mientras en la segunda se atenúa pasando de la sexualidad al amor. Muy pocas escenas se presentarán tan crasamente como la violación de Pan a Galatea o del cisne y Leda. En el primer caso, la ninfa ha estado bañándose en una fuente, percatándose de que Pan no llegue a sorprenderla. Al quedarse dormida, aparece el dios y la posee súbitamente:

Sale al fin del baño, trémula de frío,
a secarse al viento tibioso de estío;
y bajo una parra, que extiende su sombra
sobre la ondulante florecida alfombra,
rastrea a los lejos, por si Pan ya viene,
y coge del fruto que la parra tiene.
Después, en el césped Galatea se sienta,
y del buen racimo que su mano ostenta
come, y a la sombra se queda dormida.
Pan, que la ha seguido, con su pata hendida
hollando el sendero áspero y tortuoso,
a su Galatea se acerca anheloso
y se tiende sobre las gramíneas flojas;
va apartando, suave, las púdicas hojas
con que la pastora su vientre ha cubierto,
y el venusto triángulo deja al descubierto.
Galatea duerme. Pan roe el adorno
de parra y otea, ceñudo, el contorno.
Por último, alzando su pata crinada,
cae sobre los muslos de su ninfa amada;
y tras un espasmo violento, rugiente,
que hace estremecer la hierba naciente,
rueda desde el tuétano de sus huesos duros
toda una violáctea de cabros futuros. (1950, 70-71) [36]

Uno de los poemas más representativos del erotismo en este libro es “Amor lesbio”. Es posible que sea ésta la primera poesía que presenta la unión homosexual entre mujeres desde una perspectiva no condenatoria. Ya hemos visto la presencia de unión lésbica en Sor Ana, de José de Diego. Sin embargo, no parece ser una visión positiva del lesbianismo, sino todo lo contrario. La intimidad de la monja en ese poema está muy lejos de la intimidad que se celebra en la poesía de De Diego Padró, que se asemeja a las poesías narrativas del poeta alejandrino Constantinius Cavafis. El texto no aparece en la primera edición de La última lámpara de los dioses en 1921; sin embargo, se mantiene en Escaparate iluminado[37] , lo cual implica una valoración de su autor.

La “escena” que se representa en los versos finales de la sección inicial del libro describe la intimidad de dos jóvenes griegas que después de haberse desposado se bañan juntas y se entregan a la voluptuosidad. El hecho de mencionar los rituales del himen, es decir, la desfloración ritual, hace pensar que ellas son esposas de hombres y que en la intimidad acuden a la sexualidad ilícita. Sin embargo, vienen desde el templo de Iphinoe de “celebrar las fiestas de su boda”. [38] Esto no representa la “realidad” de la antigüedad, en la cual no existían bodas entre mujeres ni entre varones. Las uniones que pudieran darse entre mujeres coincidían, en la mayoría de los casos, en los famosos thinaithoi o grupos de jóvenes a las cuales enseñaba una matrona, como se observa en la poesía de Safo. La unión consagrada de las trenzas de cabellos de ambas adelanta la trenza carnal de las jóvenes en el tálamo.

La primera parte del texto hace alusión a las conchas, símbolos de la vajina, y relacionadas con Afrodita, la diosa de la sexualidad, quien precisamente al surgir de las aguas del mar, después de la emasculación de Uranos por Cronos, navega en una concha hasta las tierras de la isla de Chipre. Las dos amantes se representan como dos Venus surgidas de las espumas del mar:

Tras de hacerse una a otra ligeras abluciones
en un baño de mármol rosa, por el estilo
de esas conchas enormes que en noches de tormenta
hacia la playa empujan las grandes olas jónicas;
después de despojarse de sus nupciales túnicas,
de sortijas, collares y alfileres de oro,
las dos flautistas griegas rodaron sobre el tálamo
con expresiones propias de la amorosa lucha. (1950, 118)

La descripción que de los cuerpos de las jóvenes detalla el yo lírico resalta una diferencia que corresponde a una mirada que atribuye constructos de la heterosexualidad. Una de ellas es más masculina que la otra, aunque el texto lo destaca agradablemente: “la que tenía más gracia en todo el cuerpo, / más líneas que acusaban belleza masculina” (1950, 118). En ese sentido, el yo lírico asume la perspectiva de la mujer que aprecia a la otra mujer como si fuera un hombre, característico del anhelo, en muchos casos, de la pareja homosexual que asume los constructos de la heterosexualidad. La descripción de la joven de mayor gracia corporal, Krysea, al dirigirse a Mylita, la describe con un tono parecido a la voz del Esposo del Cantar de los cantares:

Son rubios tus pezones como la miel de Himeto
y blandos a mis dedos como higos de Esmirna.
¡Oh, mi hermosa! Y es breve tu talle, y tus caderas
son anchas y redondas como las de Afrodita.
y enlapado es tu vientre, suave como madera
de cedro trabajada por el mejor tallista.
Y hay perlas escondidas en tu boca, más roja
que el vino que nos viene de la dorada Chipre. (1950, 119)

Aun cuando se describe la unión sexual de ambas, el erotismo de la segunda edición está lejos de la obscenidad que caracteriza a la primera. En el fondo, no se trata de la exposición de la sexualidad en el prado, sino de la intimidad del cuarto. De ese modo, el yo lírico invita al lector al voyerismo, a la intromisión en la prohibida visión que resalta Krysea:

¡Ven Mylita, a mis brazos y estréchame en los tuyos!
Invoquemos a Príapo, dios del deseo ardiente.
Y envuelve con tus trenzas desatadas mi nuca
dulce al beso y mi espalda que parece de efebo.
Acércate. Acaríciame. Toma mis labios húmedos
y que nadie a la puerta de nuestra alcoba toque
cuando tus senos duros, de botones erectos,
se alternen con los míos, y sienta entre las sábanas
el temblor de tus muslos, en cuyo nido cálido
late bajo su oscuro plumoncillo el deleite… (1950, 119)

José I. de Diego Padró resulta innovador en este poema. Hacia finales de la década del cuarenta, Cesáreo Rosa-Nieves parece introducir el tema homosexual en el teatro con su obra La otra (1948). [39] A pesar de que Luis Hernández Aquino[40] y Juan Martínez Capó [41] observan las afinidades de la obra por el expresionismo y las posibilidades de lo psicológico y lo freudiano, La otra no es una defensa del lesbianismo. Antes bien, semeja una condena de la situación al llevar al suicidio a su protagonista a partir de la resolución de su amante, quien decide casarse con un joven. En el “Limen” que antepone al monólogo en una acto y en verso, Rosa-Nieves se refiere a la protagonista como una “[…] mujer con dobleces masculinos”[42] o “[…] mujer inversa, andrógina” (19). Sin embargo, en el poema de De Diego Padró, el yo lírico no enjuicia, no condena, ni problematiza la unión lésbica. Antes bien, deja aflorar ya la posibilidad de matrimonio entre dos mujeres, a pesar de que se trata de un pasado remoto. El pasado grecolatino, sobre todo, implica una apertura hacia lo universal, antes que la afirmación autóctona, como ha observado Irma Miura Irizarry. [43] Lejos de la pugna con el cristianismo, como se observa en el poema Sor Ana, de José de Diego, la recuperación de la sexualidad de las antiguas religiones mistéricas y la legalidad del matrimonio lésbico eliminan lo obsceno y, a la vez, lo hacen aparecer, en una clara pugna que se desarrolla en el libro como muestra de la persistencia de la luz de los dioses que todavía no se ha apagado.

Notas

[1] Ver, Javier Ciordia, “José I. de Diego Padró: Poeta silenciado”, en Manuel de la Puebla (ed.), Arpas en vuelo: Veinte poetas puertorriqueños del siglo XX, San Juan, Mairena, 1999; pp. 60-61. Regresar

[2] ángel Balbuena Pratt, “Sobre la poesía de Luis Palés Matos, y los temas del negro”, en Luis Palés Matos, Tuntún de pasa y grifería, San Juan, Biblioteca de Autores puertorriqueños, 1937; p. 16. Regresar

[3] Margot Arce de Vázquez, “Prólogo” a Luis Palés Matos, Poesías completas y prosas selectas, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1978; p. IX. Regresar

[4] Vicente Géigel Polanco, Los ismos en la década de los veinte, San Juan, Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1960; pp. 11-12. Regresar

[5] Para un estudio, aunque breve, del motivo de Fauno y de la sensualidad en la poesía de Negroni Mattei, ver, Francisco Lluch Mora, La personalidad literaria de Francisco Negroni Mattei (Estudio Biográfico, Temático y Estilístico), Barcelona, Ediciones RVMBOS, 1964; pp. 93-99. Regresar

[6] José I. de Diego Padró, Ocho epístolas mostrencas, Madrid, Colección Palma, 1952; p. 9. Regresar

[7] Manuel Martínez Plée, “Artifex Gloriosus”, epílogo a José I. de Diego Padró, La última lámpara de los dioses, San Juan, Biblioteca de Autores Puertorrqueños, 1950; p. 238. Regresar

[8] Fernando Savater, “La obscenidad de cada día”, Carlos Castilla del Pino (comp.), La obscenidad, Madrid, Alianza, 1993; p. 14. Regresar

[9] Ver Margaret Alice Murray, The God of the Witches, New York: Oxford University Press, 1952; pp. 14-15. Regresar

[10] Ver, Carlos Aguilar y Frank G. Rubio, El libro de Satán, Madrid: Temas de hoy, 1999; p. 18. Regresar

[11] Carl Gustav Jung, Arquetipos e inconsciente colectivo, traducción de Miguel Murmis, Barcelona: Paidós, 1997; p. 55. Regresar

[12] Friedrich Nietzsche, El ocaso de los ídolos, traducción de Enrique López Castellón, Madrid, Edimat Libros, 2005; p. 81. Regresar

[13] Ver, Rosario Assunto, La antigüedad como futuro: Estudios sobre la estética del neoclasicismo europeo, traducción de Zoísmo González, Madrid, Visor, 1990; p. 15. Regresar

[14] Ver, Miguel A. Granada, El umbral de la modernidad: Estudios sobre filosofía, religión y ciencia entre Petrarca y Descartes, Barcelona, Editorial Herder, 2000; p. 22. Regresar

[15] Ver, Francesco Tateo, “El género pastoral en la literatura italiana”, Jacopo Sannazaro, Arcadia, traducción de Julio Martínez Mesanza, Madrid, Cátedra, 1993; pp. 9-18. Regresar

[16] Esteban Tollinchi, Los trabajos de la belleza modernista, Río Piedras, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 2004; p. 177. Regresar

[17] Johan Wolfgang Goethe, “Winckelmann”, en Johan Joachim Winckelmann, Historia del arte en la antigüedad, traducción de Manuel Tamayo, Barcelona, Aguilar, 1985; p. 12. Regresar

[18] José I. de Diego Padró, La última lámpara de los dioses, San Juan, Biblioteca de Autores Puertorriqueños, 1950; p. 118. Regresar

[19] Ibíd.; p. 15. Regresar

[20] Amelia Valcárcel, “ética y obscenidad”, Carlos Castilla del Pino, La obscenidad, Madrid, Alianza, 1993; p. 125. Regresar

[21] Claudio Guillén, “La expresión total: notas sobre literatura y obscenidad”, Carlos Castilla del Pino (comp.), La obscenidad, Madrid, Alianza, 1993; p. 45. Regresar

[22] Carlos Castilla del Pino, “De lo obsceno y de la obscenidad”, Carlos Catilla del Pino (ed.), Lo obsceno, Madrid, Alianza, 1993; p. 37. Regresar

[23] Ver, George Ryley Scott, Phallic Worship: A History of Sex and Sex Rites in Relation to the Religions of All Races from Antiquity to the Present Day, Nueva Delhi: Amarki Books Agency, 1975, p. 266. Regresar

[24] San Agustín, La Ciudad de Dios, traducción de Santos Santamarta del Río, Madrid: Biblioteca de Escritores Cristianos, 1977, p. 83-84. Regresar

[25] Para un estudio relacionado con este tema, puede consultarse el libro de Vito Fumagalli, Solitudo Carnis (El cuerpo en la Edad Media), traducción de Javier Gómez Rea, Madrid: Nerea, 1995. Regresar

[26] Para un estudio amplio y profundo de la marginalidad en la época que nos ocupa, puede consultarse el libro de Nilda Guglielmi, Marginalidad en la Edad Media, Buenos Aires: Biblos, 1998.

[27] Para un interesante estudio de la utilización del panteón pagano en relación con el santoral católico, puede consultarse el libro de Juan G. Atienza, Los santos paganos (Dioses ayer, santos hoy), Barcelona: Ediciones Robinbook, 1993. Regresar

[28] Ver Edgar Wind, Los misterios paganos del Renacimiento, traducción de Javier Sánchez García-Gutiérrez, Madrid: Alianza, 1973; p. 34. Regresar

[29] Ver Ernst Robert Curtius, Literatura europea y Edad Media Latina, traducción de Margit Frenk Alatorre, México: Fondo de Cultura Económica, 1975; p. 84. Regresar

[30] José I. de Diego Padró, La última lámpara de los dioses, Madrid, Biblioteca Ariel, 1921, p. 1. Regresar

[31] Entre las historias de Hiponoo, como al principio se llamaba, y quien obtuvo su sobrenombre del de su hermano Bellero, muerto a manos suyas por una desgracia, Higinio narra cómo Minerva le dio el caballo Pegaso para combatir contra la Quimera. Lleno de vanagloria, el héroe se elevó hasta los cielos en el arrogante caballo, y Zeus envió un tábano que picó al caballo. Al éste encabritarse, Belerofonte cae y muere. Ver, J. F. M. Noël, Diccionario de mitología universal, tomo I, Barcelona, Edicomunicaciones, 1991; p. 218. Regresar

[32] José I. de Diego Padró, La última lámpara de los dioses, San Juan, Biblioteca de Autores Puertorriqueños, 1950; p. 19. En las citas posteriores, colocaré “segunda edición” más el número de la página. Los cambios irán indicados en itálica. Regresar

[33] Los celos de Juno por Venus, hicieron que su hijo (engendrado por Baco) naciera con una enorme deformación entre los muslos. Lejos de su madre, fue educado y criado en Lamsaco, donde de convirtió en el terror de los maridos. Lanzado de la ciudad, se desencadenó una epidemia, y creyendo los habitantes que era castigo por haber echado a Príapo, lo trajeron de vuelta y lo convirtieron en objeto de su veneración pública. Era el dios de los jardines, de los ganaderos y de los apicultores. También se le toma por Pan, por el emblema de la fecundidad de la naturaleza y de la virilidad. Ver, Noël (1111). Regresar

[34] Los cambios de la segunda edición, se resalta la lejanía temporal a través de una reordenación de los versos iniciales y la somnolencia en que había permanecido el pasado mítico: “Por obra y gracia del vate erudito, / ebrio de sol sacudió el viejo mito / su milenario y profundo sopor; / y rescatadas del polvo y las ruinas / resucitaron las fiestas divinas / y a plena voz saludó el ruiseñor” (pp.19-20). Regresar

[35] Ibíd.; p. 20. En la primera edición dice: “Hirvió mi sangre de amor y lujuria, / en ella ardía la olímpica furia / del primitivo raptor juvenil, / mi propia carne gozó con fiereza / la plenitud de la naturaleza / en voluptuosas molicies de abril” (p. 20). Regresar

[36] De Diego Padró, segunda edición, pp. 70-71. Este poema no existe en la primera versión. Regresar

[37] Ver, José I. de Diego Padró, Escaparate iluminado (Autobiografía poética), Barcelona, Ediciones RVMBOS, 1959; pp. 44-45. Regresar

[38] De Diego Padró, segunda edición; p. 118. Regresar

[39] Angelina Morfi, Historia crítica de un siglo de teatro puertorriqueño, San Juan, Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1993; p. 397. Regresar

[40] Ver, Luis Hernández Aquino, “Revista de libros”, El Mundo, 27 de noviembre de 1947; p. 16. Regresar

[41] Juan Martínez Capó, “Temario isleño”, El mundo, 31 de diciembre de 1950; p. 16. Regresar

[42] Cesáreo Rosa-Nieves, “La otra”, Asomante, VI, II, 1949; p. 81. Regresar

[43] Ver, Irma Zoraida Miura Irizarry, La novela de José I. De Diego Padró, tesis doctoral, Universidad de Puerto Rico, 1987; p. 31. Regresar