Escribir animales. Sobre las pequeñas prosas zoológicas de Juan José Arreola y João Guimarães Rosa

1. La desaparición de los animales

El presente trabajo forma parte de una investigación más amplia sobre el fenómeno de emergencia de nuevos imaginarios de animales en la literatura latinoamericana de la segunda posguerra. Dicho trabajo se propuso analizar la reactualización de la fábula y el bestiario, formas canónicas de la representación teriomorfa, en un corpus conformado por textos de algunos escritores relevantes de nuestro continente; entre ellos, Juan José Arreola y João Guimarães Rosa. La indagación tomó como marco histórico-cultural la agudización de la crisis de los discursos humanistas descrita por algunos pensadores en las últimas décadas, en especial por los trabajos de John Berger (1977a, 1977b, 1978, 2001) Giorgio Agamben (1998, 2005), Gilles Deleuze y Felix Guattari (1983, 1988), Jacques Derrida (2006, 2008, 2009), Gilbert Simondon (2008), Elisabeth De Fontenay (1998) y Armelle Le Bras-Chopard (2000). Estos autores, ligados a tradiciones diversas, coinciden sin embargo en señalar la necesidad de volver a pensar el problema de la animalidad, esto es, de revisar los modos en que la tradición filosófica occidental ha asentado su reflexión sobre lo humano en un pensamiento del animal, y en el giro que esa reflexión ha dado en los últimos tres siglos, hallando su punto más álgido en los años de la segunda posguerra. Una línea que va, en la argumentación de Berger (2001), de las consideraciones sobre el animal de René Descartes a la consumación del Holocausto, es decir, de la primera reificación filosófica del animal a la más feroz experiencia contemporánea de reificación humana.

El trazado de ese recorrido se apoya en un conjunto de transformaciones históricas que afectaron de modo concreto las relaciones entre hombre y animal. El desarrollo de la industria del alimento y la reducción del animal a mera materia prima, la desaparición del animal doméstico útil y el surgimiento de la mascota sin fines prácticos y la progresiva extinción del campesinado son algunas de las causas de un distanciamiento que, más allá de toda nostalgia romántica, ha tenido efectos concretos sobre la percepción humana del animal.

En su ensayo “¿Por qué miramos a los animales?”, Berger reflexiona precisamente sobre el nuevo lugar de los animales en el imaginario del hombre contemporáneo, y la idea de lugar que formula no es en absoluto metafórica; Berger se pregunta, concretamente, ¿dónde están los animales en nuestros tiempos? ¿Por qué ya no podemos verlos? Su trabajo aventura que los animales, tal como el hombre los ha conocido y representado a lo largo de milenios, han desaparecido, se han borrado de su horizonte, y dicha desaparición es constatable, sostiene, en la emergencia moderna de nuevos significantes del animal.

Uno de esos significantes, y quizás el más notable, es el zoológico, espectáculo público y dominio geográfico y natural indudablemente cargado de evocaciones imperialistas. El zoológico es, ciertamente, una empresa al tiempo que una buena metáfora de un estadio del capitalismo en el que se ordenan y explotan los frutos de la repartición imperial (Malamud 1998). Ese sentido de apropiación es retomado por Berger para explicar la decadencia del imaginario animal en la contemporaneidad: convertido en un bien, en una cosa –ya sea para la explotación científica, industrial o meramente zoológica– el animal en tanto tal, es decir, como un “otro” desconocido, ha sido borrado, negado, aniquilado. Por eso, en un artículo dedicado enteramente al zoológico público, Berger lo define como un monumento a la ausencia, a la imposibilidad moderna de ‘ver’ a los animales, al fracaso final del encuentro. Así, señala la paradoja fundacional de una institución que ubica al animal en un lugar aparentemente central, en tanto protagonista del espectáculo, al tiempo que, mediante la violencia efectiva y simbólica a la que lo somete, lo convierte en algo completamente marginal, desplazado, fuera de sí.

"Mires como mires a esos animales, aún si el animal está contra los barrotes, a menos de un metro de distancia, mirando hacia afuera en dirección del público, estás viendo algo que se ha vuelto absolutamente marginal, y toda la concentración de la que puedas ser capaz no será nunca suficiente para volverlo central." (Berger; 1978: 822) [1]

Desde su nacimiento a inicios del siglo xix, los zoológicos públicos tuvieron como objetivo restituir aquella imagen perdida del animal a través de la creación de catálogos vivientes que pudieran dar cuenta de la inmensa variedad del mundo natural y mantener presente esa vida paralela a la del hombre; sin embargo, en el acto mismo de hacerlo firmaban su definitiva acta de defunción. Sometido a condiciones climáticas, lumínicas y alimenticias artificiales, el animal es separado de su conducta ‘natural’ y, en respuesta a esa separación, se vuelve absolutamente indiferente. Lo más sorprendente del zoo es la imposibilidad de captar la mirada del animal; el aislamiento al que están sometidos los inmuniza contra todo contacto. “Este intercambio de miradas entre el hombre y el animal, que ha jugado un rol crucial en el desarrollo de las sociedades humanas y con el cual los hombres han convivido hasta hace menos de un siglo, se ha extinguido” (Berger; 1978: 823-824).

El completo aislamiento de los animales, materializado por la jaula –o por cristales en muchos zoológicos modernos–, es el signo más concreto de la necesidad de restituir una separación perdida, una distancia que hacía posible la distinción y, con ella, la percepción. Los animales están allí física, materialmente, pero sustraen su identidad animal, su ánima, precisamente aquello que la tradición filosófica dominante en Occidente les negó.

Tan frecuentes como los sonidos de los animales en el zoo son los gritos de los niños que preguntan: ¿Dónde está? ¿Por qué no se mueve? ¿Está muerto? Se podría resumir así el sentimiento de gran parte de los visitantes: ¿por qué estos animales son menos de lo que pensaba? […] ¿Qué esperas? Esto que has venido a ver no es una cosa muerta, es un ser viviente. Dirige su propia vida. ¿Por qué eso debería coincidir con el hecho de ser claramente visible? (Berger; 1978: 822)

Con todo, su presencia fantasmal no es el peor de los males; lo más desolador para el visitante del zoo, lo realmente frustrante, es la falta de reciprocidad. Las bestias no tienen ningún interés en nosotros. Por otra parte, ¿por qué habrían de tenerlo? Somos nosotros los que los exponemos y observamos; se trata de una relación de poder unilateral en la que se pueden reconocer algunos elementos del voyeurismo. Tomando una definición de Joel Rudinow, Randy Malamud (1998) sostiene que, como el espectador del zoo, “El voyeur busca un espectáculo, la revelación del objeto de su interés, que algo o alguien se abra para su inspección y contemplación; pero ninguna apertura ni revelación recíproca es concedida”(250).

Este problema, que parece atañer de modo directo a la filosofía y la antropología, ha sido abordado también por textos literarios, y no es casual que esto haya comenzado a suceder con mayor frecuencia hacia mediados del siglo pasado, precisamente cuando, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, los discursos humanistas atravesaban su crisis más profunda. Ciertamente, en esos años los escritores latinoamericanos se acercan al zoo, al jardín botánico, al acuario, como si buscaran un modo –el único, tal vez, después de los brutales efectos del nazismo– de hablar del mundo humano. En su relato “Axolotl”, Julio Cortázar (1994) visita el acuario del Jardin des Plantes; en “Fuera de las jaulas” Silvina Ocampo (1999) imagina un cambio de posiciones; en los relatos “Amor” y “O búfalo” Clarice Lispector (1990) envía a sus criaturas femeninas a purgar el malestar existencial en la impersonalidad de la naturaleza del Jardín Botánico de Río de Janeiro, o a buscar el odio en el zoo.

Pero ¿qué ven los escritores en esas jaulas? ¿Cuáles son los efectos literarios de sus observaciones? Nos detendremos aquí en dos escrituras del zoo que tal vez nos permitan esbozar algunas respuestas. Se trata de los “Zoo” de João Guimarães Rosa y el Bestiario de Juan José Arreola, compendios de pequeñas prosas que dan cuenta de esa compleja relación que establece el visitante frente a las imágenes de las bestias enjauladas, apenas recuerdos de una vida animal perdida.

2. El zoo-vertedero

Bestiario de Juan José Arreola es el producto, como tantos bestiarios, de la combinación de dos ejercicios al menos aparentemente contrapuestos: la observación meticulosa y la imaginación lírica; es decir: de sus visitas al zoológico en compañía de Héctor Xavier –autor de las ilustraciones que acompañan la lujosa edición realizada por la Universidad Nacional Autónoma de México, titulada Punta de plata– [2] y de su fascinación por el Bestiario espiritual de Paul Claudel. En dieciocho pequeñas prosas poéticas Arreola describe a cada uno de los animales presentados como un rico catálogo de vida fuera de uso, reliquias de un pasado lejano conservadas dentro de las jaulas, solas y extemporáneas. Así, ante el hipopótamo, ese “Buey neumático” “jubilado por la naturaleza”, se pregunta: “¿Qué hacer con el hipopótamo, si ya sólo sirve como draga y aplanadora de los terrenos palustres, o como pisapapeles de la historia?” (1997: 98). Aquí, y en el resto de las metáforas, los animales son comparados con objetos, con fragmentos o engranajes de máquinas en desuso. Escribe del rinoceronte: “Ya en cautiverio, el rinoceronte es una bestia melancólica y oxidada. Su cuerpo de muchas piezas ha sido armado en los derrumbaderos de la prehistoria, con láminas de cuero troqueladas bajo la presión de los niveles geológicos”. (80) Y del elefante: “Viene desde el fondo de las edades y es el último modelo terrestre de maquinaria pesada, envuelto en su funda de lona”. (91)

La escena del encuentro con el animal en estos textos tiene dos particularidades destacables e íntimamente relacionadas entre sí. La primera es que, efectivamente, Arreola no escribe sobre animales –es decir, criaturas dotadas de ánima–, sino sobre meras imágenes; entre él y las bestias se interpone un retrato con rasgos caricaturescos. Seguramente está mediación se vincula con el hecho de que el libro haya sido concebido, desde un inicio, como una conjunción de dibujo y palabra, y es probable que las ilustraciones de Xavier impactaran en Arreola más vívidamente que la visión misma de los animales. El segundo rasgo es, a un tiempo, causa y efecto del primero: la escena de encuentro con las bestias está desde un inicio signada por el fracaso. Al concebir el zoo como un vertedero, el Bestiario es un testimonio de la imposibilidad de ver en los animales más que un recuerdo, una vaga imagen de lo que alguna vez fueron y significaron.

La metáfora animal, que alguna vez tuvo la capacidad de hablar de lo humano de modo eficaz, se orienta en el Bestiario hacia el terreno de lo inanimado, y más aún, de lo caduco. La alusión a lo maquínico desarticulado y anacrónico puede pensarse en relación a un discurso crítico acerca de la modernidad, que atraviesa de modo más o menos manifiesto muchos de los textos de Arreola. Si bien no es posible hablar de una posición romántica respecto del mundo natural, sí existe en su literatura una pulsión de retorno a un estado primitivo imaginario en el cual el hombre era más hombre, la mujer más mujer, el animal más animal, y así, las relaciones entre ellos más auténticas. Esa visión pesimista de la modernidad es subsidiaria del moralismo y la misoginia [4] que se le han atribuido con frecuencia y que, en efecto, aparecen en muchos de sus relatos, especialmente en aquellos que registran de modo más visible la impronta kafkiana, como “El guardagujas”, “El rinoceronte”, “En verdad os digo” o “La mujer amaestrada”, tal vez la más perturbadora y genial de sus narraciones. Piénsese también en un texto como “La boa”, del cual Arreola declaró, en una entrevista con Emmanuel Carballo (1965), que se trata de una evocación del rol femenino en el acto sexual, entendido como un “acto de devorar”, y que en su descripción de la ingesta del conejo “la absorción es el coito y la digestión el embarazo”, en clara oposición a la boa, seductora voraz –y clarísimo referente fálico–, el hombre es representado como un tierno e inofensivo conejito (398-399).

En el caso del Bestiario, la fuerte impronta moral está ligada también a su vínculo con dos tradiciones que durante siglos han utilizado el imaginario teriomorfo como un espejo en el que se reflejan las virtudes y los defectos humanos. Una es, evidentemente, la del bestiario medieval, y la otra, la de la fábula clásica.

Mi manera de tratar a los animales, aunque tiene rasgos propios, está condicionada por la tradición que principia aparentemente con Esopo, pasa por toda una serie de autores sin importancia, llega a La Fontaine y a los fabulistas modernos. […] De las fábulas de Esopo y La Fontaine a los tratamientos que hoy se hacen de los animales existe una gran distancia, pero en el fondo las fábulas clásicas y los apólogos modernos están cortados con el mismo patrón: unas y otros se preocupan por aclarar el paso del hombre sobre la tierra. (Carballo, 1965: 399-400)

La búsqueda de la inscripción de lo humano en el imaginario animal se vislumbra desde la primera línea del prólogo del Bestiario, que preanuncia una hermenéutica antropomórfica, siempre descendente, degradante: “Ama al prójimo porcino y gallináceo, que trota gozoso a los crasos paraísos de la posesión animal”. (Arreola; 1997: 79) Sin embargo, esta impronta humanista encuentra en sus retratos de animales una resistencia que, con el tiempo, se convertirá en lo más interesante de la escritura de Arreola. La denuncia de una cosificación de las bestias presente en el Bestiario se patentizará, en sus textos posteriores, en una ruptura con la tradición de la metáfora animal –si los animales se han convertido en figuras fantasmagóricas, ¿cómo establecer una relación de equivalencia? – En dichas narraciones, la metáfora animal deviene un proceso que habilita la percepción de una zona común, de un espacio que podríamos denominar transicional: un lugar ni hombre ni animal que, sin embargo, es –en un momento imposible de medir, relatar o fotografiar– habitado por ambos, que se sitúa exactamente entre ambos. Tal vez la noción que más se aproxime a esa transformación es la de devenir-animal formulada por Deleuze y Guattari (1983), en la que la oposición hombre/animal es puesta en cuestión mediante una ligazón íntima entre ambas partes. No hay hombre y animal sino una continuidad de estados que no se orienta hacia ninguna de las dos naturalezas; una suerte de metamorfosis ininterrumpida, sin punto de inicio ni de llegada, un “devenir mutuo”. En este sentido es que Deleuze y Guattari afirman que la metamorfosis es lo contrario de la metáfora, y se podría agregar que la metamorfosis, en tanto zona de pasaje entre los dos polos de la comparación, es la que impide la construcción metafórica. “Ya no hay ni hombre, ni animal, ya que cada uno desterritorializa al otro, en una conjunción de flujos, en un continuo de intensidades reversible” (37). Los cuentos ‘kafkianos’ de Arreola a los que hemos hecho referencia tienen, ciertamente, algunos tintes moralizantes pero, al mismo tiempo, están plagados de imaginarios ambiguos, contradictorios –empezando por el sintagma “crasos paraísos”–, transicionales: hombre-animal, mujer-animal, hombre-mujer que operan contra todo axioma esencialista o jerárquico. Y esa decadencia de la oposición, fundamental para la definición de la identidad humana, se hace presente también en el zoo-vertedero del Bestiario. ¿Cómo sentirse hombre frente a esos cuerpos mecánicos que solo por costumbre seguimos llamando animales?

3. El zoo-museo

Veamos ahora qué sucede en otra delicada escritura del zoo: la de João Guimarães Rosa. Los “Zoo” de Rosa son también un conjunto de pequeñas prosas poéticas que fueron incluidas póstumamente en el libro misceláneo Ave, palabra –planificado por el propio Rosa poco tiempo antes de morir y concluido por uno de sus más asiduos estudiosos brasileros, Pablo Rónai, quien sumó algunos textos a los ya ordenados por el autor–. El libro es una recopilación de notas de viaje, fragmentos de diario, poemas, cuentos, reflexiones, que forman el conjunto de sus colaboraciones, discontinuas y esporádicas, en revistas y diarios brasileros en el período 1947-1967.

Los “Zoo” de Ave, palabra son seis (el de Hagenbecks-Tierpark de Hamburgo-Stellingen, dividido en dos partes; [3] el del Parc Zoologique del Bois de Vincennes; el del Jardin des Plantes de París; el de Whipsnade Park, de Londres y el de Quinta da Boa Vista, de Río de Janeiro) y constituyen, junto con los dos acuarios (uno de Nápoles y otro de Berlín) [4], y pese a estar dispersos a lo largo del libro, una unidad que podría permitirles conformar un librito aislado. El mismo Rosa lo había pensado: “Tenho idéia de escrever um bestiário amoroso, aproveitando todas as minhas notas e impressões de jardins zoológicos” (Martins Costa; 2002: 68).

Los zoos y acuarios de Rosa pueden leerse como un nuevo intento de pensar los animales y lo animal, tan presentes en toda su obra, o mejor, de reformular el problema de la representación de los animales en tanto forma de relación. Sólo que esta vez esa relación ha mudado en no-relación y nada del orden de lo natural se hace presente en el encuentro: “Eu e o peixe no aquário temos nenhuma naturalidade.” (Rosa; 2001: 61)

Como en el caso de Arreola, se trata de breves estampas aisladas que, acumuladas, conforman la narrativa del paseo por el zoológico: de jaula en jaula, de pecera en pecera, captando una escena tras otra, el observador intenta reconstruir una totalidad que una y otra vez se le escapa. Es el fracaso al que alude Berger, y que se vincula, como él señala, a la poca animalidad de las bestias enjauladas. El paseante va en busca de algo que ya no existe: el animal “otro”, su opuesto y la garantía de su identidad no-animal.

En los textos de Rosa el paseo toma forma en la redacción de un inventario, gesto que recuerda las anotaciones de sus libretas de viajes al sertão minero, donde el escritor apuntaba con la minuciosa atención del extranjero los detalles de la vida, las costumbres, la lengua, la flora y la fauna, desde la multiplicidad cromática de los bueyes –“Cores de bois: baetão; fumaço claro; fumaço escuro; baetão; Jaguanês; branco; baio; pigarço (ou cirigado): amarélo, com barriga clara; careta; vermelho ou preto de cara branca; azulego (Rosa; 1952: 10)– hasta los detalles de la pérdida de un cuerno vacuno –“Vaca com um chifre descascado. Põe-se pixe. A ponta sangra, mole. Volta a endurecer, mas não nasce outro chifre. (Para perder o chifre, às vezes basta uma pancadinha: o chifre pula longe. Às vezes por bater no chão. O que há agora é escuro, duro, como um osso. Depois que endurece: mas fica assimétrico (Rosa; 1952: 11)–. Pero a diferencia de aquel trabajo de campo reelaborado narrativamente en relatos y novelas, en las prosas denominadas “Zoo” el animal deviene una pura imagen, condensada y estilizada al máximo en la que la forma breve y el lirismo contribuyen a generar un efecto pictórico que nos reenvía a la idea de museo planteada por Berger. Rosa se detiene frente a cada jaula como frente a un cuadro y da cuenta de una impresión en la que la imagen poética prima por sobre la narración. Los animales enjaulados están más cerca de la poesía, parece intuir Rosa, que del relato.

Mientras que en sus cuentos y novelas las historias de animales y vaqueros se multiplican al infinito, en las prosas zoológicas se elimina casi todo elemento narrativo, como si nada pudiese suceder allí con los animales, entre los hombres y los animales. Apenas es posible registrar un relato, fragmentario y velado, en el zoo del Jardín des Plantes. Es la pequeña fábula de la serpiente cascabel y el ratoncito blanco:

Uma cascabel, nas encolhas. Sua massa infame
Crime: prenderam, na gaiola da cascavel, um ratinho branco. O pobrinho se comprime num dos cantos do alto da parede de tela, no lugar mais longe que pôde. Olha para fora, transido, arrepiado, não ousando choramingar. Periòdicamente, treme. A cobra ainda dorme. (Rosa; 2001: 273)

Luego, tres jaulas más adelante:, “Perdoar a uma cascavel: exercício de santidade” (274), y más tarde: “Pela cascabel, por transparência, vê-se o pecado mortal” (275). Pero el paseo continúa: cornejas, grandes serpientes reales e imaginarias –pitón reticulado, pitón de Sabá, vívora-rinoceronte–, hasta que, de pronto, se enuncia una plegaria: “Meu Deus, que pelo menos a morte do ratinho branco seja instantânea!” (277) Y más tarde, “Tenho de subornar um guarda, para que liberte o ratinho branco da jaula de cascavel. Talvez ainda não seja tarde.” (278) Finalmente, a tres instantáneas del final, la moraleja, que restituye el orden natural de las cosas: “Mas, ainda que eu salve o ratinho branco, outro terá de morrer em seu lugar. E, dêste outro, terei sido eu o culpado”. (279)

En las descripciones aisladas, en cambio, ese orden es suspendido, y los animales aparecen en toda su materialidad, como en los textos de Arreola:“A massa principal: elefante. Um volume fechado: rinoceronte. O amorfo arremedado: hipopótamo” (95-96); “Vê-se: o rinoceronte inteiro maciço, recheado de chumbo verde” (314). Aislados, incómodos, a veces humillados: “A girafa –sem intervenção na paisagem: ímpar, ali no meio, feito uma gravata” (93); “As panteras: contristes, contramalhadas, contrafeitas” (93).

Es curioso el modo en que los animales urbanos adquieren para Rosa, que en su escritura del sertão construyó un bestiario rural –es decir, en el que los animales continúan siendo animales–, una dimensión por completo diferente. Si bien la representación de las bestias del zoo retoma creativamente la agudeza y precisión de la observación naturalista, ésta tiende aquí a producir el efecto contrario: en lugar de apoyar la verosimilitud, acentúa el carácter irreal de los animales enjaulados. Aislados de su contexto natural, aparecen como fantasmas, como imágenes abstractas que invitan a la alusión metafórica, a la comparación, a la parodia. De allí el efecto humorístico de algunas de estas prosas, un humor diferente del provocado en ocasiones por los animales sertaneros. Éstos se encuentran muchas veces, es cierto, en situaciones que rayan lo absurdo o lo grotesco, pero se hallan insertos en un contexto más general de representación de la vida rural en la que constituyen, por decirlo de algún modo, un ‘asunto serio’, al tiempo que vehiculizan una voluntad –afortunadamente nunca realizada– de alcanzar un sentido trascendente, de sostener una afirmación existencial sobre el ser humano. En los “Zoo” esa voluntad desaparece y es sustituida por una intención preponderantemente estética. En efecto, algunas de estas imágenes zoológicas recuerdan, como señala Washington Benavidez (1993), las greguerías del Bestiario de Ramón Gómez de la Serna.

Para Javier Marías la greguería “significa un cambio de perspectiva al mirar las cosas, una inclusión de ellas en un nuevo contexto, un obligarlas a asumir una función que de por sí no tienen, y ese choque con lo otro hace que brote una especial iluminación sobre ellas; esto es propio de toda metáfora; pero la greguería añade a su propósito lírico una envoltura humorística o irónica” (Benavidez; 1993: 23). De allí lo apropiado del procedimiento de la greguería para las bestias enjauladas. En efecto, sorprende el aire de familiaridad que comparten las greguerías del Bestiario de Gómez de la Serna y las Rosa, aunque cabe señalar que estas últimas tienen la particularidad de evitar la presencia del verbo copulativo, atenuando el efecto irónico y potenciando sus aspectos más líricos. Veamos algunas de Gómez de la Serna (2007): “Las serpientes son las corbatas de los árboles”; “El búfalo es el toro jubilado de la prehistoria”; “Las golondrinas son los pájaros vestidos de etiqueta”. Y de Rosa (2001): “Um leão ruge a plenos trovões”; “As focas beijam-se inundadamente”; “A zebra se coça contra uma árvore, tão de leve, que nem uma listra se apaga”; “A pantera negra; e as estrêlas?”

Es interesante el modo en que los animales, uno de los principales sostenes de la construcción de la heroicidad del hombre del sertão en la narrativa de Rosa, siempre en lucha con la naturaleza, encerrados en las jaulas, sacados del contexto épico, de la vida rústica y difícil de la región minera, devienen objeto de un trabajo lúdico del lenguaje –por ejemplo, en la creación de neologismos: “O porco espinho: espalitou-se!” (Rosa; 2001: 92)– y se distancian radicalmente de lo humano. Si en la narrativa sertanera el animal es lo más próximo, lo más familiar para el hombre –también en el sentido de lo siniestro freudiano–, en los zoo se convierte en algo completamente ajeno con lo que no se puede establecer más contacto que el visual, algo de lo que no hay demasiado que contar.

4. Nota final: el pesebre

Para terminar, un pequeño apunte sobre un texto en el que Rosa tematiza también la figura del animal como pieza de museo, y que de algún modo cierra un círculo en lo referente a las representaciones teriomorfas en su literatura; nos referimos a “O burro e o boi no presepio (Catálogo esparso)”, incluido también de Ave, palabra. En él, Rosa describe en pequeños poemas la presencia del burro y el buey en veintiséis representaciones pictóricas de pesebres. Los poemas están numerados y son precedidos del nombre del artista, el nombre del cuadro y el museo en el cual se encuentran. Como en los “Zoo”, las imágenes se suceden mostrando a los animales de modo fragmentario, señalando su materialidad: “Obscientes sorrisos / –orellas, chifres, focinhos, / claros– / fortes como estrelas” (Rosa; 2001: 251), su color, su forma: “De perfil, gris, / adiante (para que o Menino o veja) / o Burrinho. / O Boi ainda não se destacou /da mansa treva.”(250); “Ao plano e inefable / o Burrinho se curva, / numa inocência de forma.” (256). Pero en estos animales de museo esas formas tendientes a la reificación se alternan con otras humanizantes. El burro y el buey, figuras rústicas y útiles que simbolizan la sencillez con que es celebrado el nacimiento de Cristo, están dotados de emociones que las bestias sertaneras de la narrativa de Rosa no poseían: son tiernos, humildes, nobles, están tristes, suplicantes, más aún: están desnudos, una calificación imposible de atribuir a un animal en su medio natural: “Nus como Jesús / posto entre húmus e plantas, / num canteiro.” (257)

Estas representaciones de animales doblemente mediadas son aún más abstractas que las producidas por los “Zoos”, pues dan cuenta de un distanciamiento mayor entre la mirada y el animal. Si los relatos del sertão se caracterizan por su impronta naturalista –que hace que sea posible ver, oír, e incluso oler a los animales, cuya relación con los personajes humanos no había sido despojada de una cierta violencia–, y los “Zoo” por una predominancia poética que, enfatizando el aislamiento de las bestias, genera imágenes abstractas y líricas, aquí, en los pesebres, el doble juego de pintura y escritura da lugar a la reaparición de la dimensión simbólica de los animales –muy ligada, es evidente, al carácter religioso de los cuadros que funcionan como soporte de los poemas–, y todos los elementos formales parecen estar a su servicio. De este modo, Rosa retorna a la tradición religiosa y simbólica del animal, luego de haber transitado el camino de la crisis del imaginario, ese que va de los animales-todavía-animales del universo rural a los animales-objeto del jardín zoológico.

Notas

[1] En este y en todos los casos en que se cita un texto cuyo original está en otro idioma, la traducción es nuestra.

[2] El Bestiario fue publicado nuevamente en 1962 como parte del Confabulario total, sin ilustraciones, con un nuevo prólogo –el anterior hacía referencia a los dibujos de Xavier–, y con el agregado de cinco prosas.

[3] Diario O Globo, 11 de marzo de 1961 y Revista Pulso, 29 de abril de 1967. Las fechas de la primera publicación de cada uno de los textos ha sido tomada de la primera edición de Ave, Palabra (Rosa; 1970).

[4] Referimos, en el orden en que han sido nombrados, los datos de publicación de cada uno de los textos: “Zoo (Parc Zoologique du Bois de Vincennes)”: O Globo, 29 de abril de 1961; “Zoo (Jardin des Plantes)”: O Globo, 24 de junio de 1961; “Zoo (Whipsnade Park, Londres)”: Pulso, 7 de enero de 1967; “Zoo (Rio, Quinta da Boa Vista)”: Pulso, 1º de abril de 1967; “Aquário (Nápoles)”: A Manhã, suplemento Letras e Artes, 11 de mayo de 1954; “Aquário (Berlim); 18 de febrero de 1967.

Obras citadas

AGAMBEN, Giorgio. Homo sacer: el poder soberano y la nuda vida, Valencia, Pre-Textos, 1998.

––. Lo abierto. El hombre y el animal, Valencia, Pre-textos, 2005.

ARREOLA, Juan José. Narrativa completa, México, Alfaguara, 1997.

BENAVIDEZ, Washington. Los “Zoo” y otras prosas de João Guimarães Rosa, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1993.

BERGER, John. “Animals as metaphor”, New Society, London, 1977a, pp. 504-5.

–– . “Vanishing animals”, New Society, London, 1977b, pp. 664-5.

–– . « Le zoo » Critique nº 375-376 : « L’animalité », Paris, Éditions du Minuit, 1978, pp. 821-824.

–– . “¿Por qué miramos a los animales?”. Mirar, Barcelona, Gustavo Gili, 2001.

CARBALLO, Emmanuel. “Juan José Arreola”. Diecinueve protagonistas de la literatura mexicana del siglo xx, México: Empresas editoriales S.A, 1965.

CORTÁZAR, Julio. “Axolotl”. Cuentos completos I, Buenos Aires, Alfaguara, 1994.

DE FONTENAY, E. Le silence des bêtes. La philosophie à l’épreuve de l’animalité, Paris, Fayard, 1998.

DELEUZE, Gilles y GUATTARI, Felix. Kafka. Por una literatura menor, México, Era, 1983.

––. “1730. Devenir-intenso, devenir-animal, devenir-imperceptible...”. Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-textos, 1988.

DERRIDA, Jacques. L’animal que donc je suis, Paris, Galilée, 2006.

––. La bête et le souverain I, Paris, Galilée, 2008.

––. La bête et le souverain II, Paris, Galilée, 2009.

GÓMEZ DE LA SERNA, Ramón. Bestiario de greguerías, Madrid, ACVF Editorial, 2007.

LE BRAS-CHOPARD, Armelle. Le Zoo des philosophes, Paris, Plon, 2000.

LISPECTOR, Clarice. “Amor”. “O búfalo”. Laços de família, Lisboa, Relógio D’Água, 1990.

MALAMUD, Randy. Reading Zoos. Representations of Animals and Captivity, New York, University Press, 1998.

MARTINS COSTA, Ana Luiza. João Guimarães Rosa, Viator. Tesis Doctoral presentada en la Universidade Estadual do Rio de Janeiro (inédita), 2002.

OCAMPO, Silvina. “Fuera de las jaulas”. Cuentos completos I. Buenos Aires, Emecé, 1999.

ROSA, João Guimarães. Cuaderno de notas del viaje de 1952 (E–28), Arquivo Museu de Literatura Brasileira de la Fundação Casa de Rui Barbosa (fotocopias), 1952.

––. Ave, palabra. Rio de Janeiro, Nova Fronteira Editora, 2001.

SIMONDON, Gilbert. Dos lecciones sobre el animal y el hombre, Buenos Aires, La Cebra, 2008.